José solía recordar los inicios de su servicio como guardián de la ley: "Qué diferencia, hace diez años, cuando ingresé a la Corporación. Yo esperaba ser un héroe, defender a los necesitados y a las víctimas, frustrar actos indebidos". Y se lamentaba de su suerte.
Cuando tenía oportunidad, apoyaba a las personas que necesitaban ayuda. Pasaba el día parado, bajo los rayos del sol, sofocado por el calor agobiante y por los insultos que mucha gente le propinaba gratuitamente.
José se sentía desgraciado, el sueño de su vida se había transformado en un castigo.
El martes pasado, José despertó con una idea que intentaría llevar a cabo y que constituiría un cambio en su vida. Se levantó, arregló y salió al trabajo, como siempre. Escuchó las instrucciones de su jefe inmediato, como siempre y le devolvió una sonrisa.
Una vez en la calle, en medio de los coches y de la gente, se acicaló el cabello, sacó el revólver, dirigió la mano a la sien derecha y apretó el gatillo.