La madre de Ilian se llama
Soledad, se dedica a lavar ajeno y su preocupación máxima es que el muchacho
tenga la posibilidad de “ser alguien” en la vida. Esto lo había escuchado Ilian en muchas ocasiones, mientras reía de lo que
su mamá le decía después de haber
cometido una travesura.
Soledad y Santos, padres del
muchacho, debían trabajar a marchas forzadas, ella terminaba con las manos arrugadas y rojas de
tanto fregar en el lavadero y Santos, como peón de albañil, con la espalda y
las manos destrozadas. Ambos se habían
unido hacía ya veinte años, toda una vida, en la que habían dado vida a cinco
chiquillos. Ilian ocupaba el tercer
lugar en la hilera de hijos.
Desde pequeño, Ilian se
distinguió, no por ser el mejor, ni el más serio, ni el más dedicado o atento,
no, su distinción fue marcada por su
inquietud. Al ingresar al kínder del
mercado cercano a su casa, Ilian comenzó
a hacer de las suyas, pegaba a sus compañeritos cuando éstos no querían
prestarle los materiales o cuando
rechazaban darle una probadita de lo que comían.
Una vez en la primaria, Ilian
molestaba a los demás, se paraba sobre
las mesas, brincaba de un banco a otro pisoteando mochilas, cuadernos, rompiendo hojas,
etc. Era una verdadera calamidad, y
también, para el niño era un castigo escuchar la voz de la maestra y el
director diciéndole: “Te vamos a reportar con tu mamá” “No sé a qué vienes a la
escuela”, “Eres muy latoso”, “Deberías aprender a tus hermanos mayores, ellos
sí son buenos, no como tú”. Al principio,
Ilian se sentía triste cuando le decían eso, pero se fue acostumbrando y había ocasiones en que
no había cometido conductas inadecuadas
y no había sufrido ningún regaño, entonces él se sentía incompleto, era como si
requiriera un gesto de desaprobación para estar bien.
Ilian salió de la primaria,
ingresó a la secundaria pero no pudo concluirla. La razón es sencilla, el menor había cometido
tantos atropellos durante su corta existencia, que el sistema educativo no era
suficiente ni lograba satisfacer su necesidad de cometer tropelías. Recordaba que había escupido a una
profesora, había iniciado un incendio en
el laboratorio, había provocado un corto circuito, había lastimado a un compañero con y lo había dejado marcado del rostro y había intentado abusar de una de las
muchachitas “más locas” de la
escuela.
Ilian se había habituado al
llanto se su madre, a los gritos, a las súplicas, a los regaños y a los golpes…
nada de eso impedía que el muchacho pensara, elaborara planes y los ejecutara,
para molestar a los demás. Un buen día
se dijo: “No tiene caso ir a la escuela, llevo reprobadas muchas materias y,
además, no me gusta estudiar”.
Así lo hizo, por la tarde,
cuando llegó Soledad con las manos arrugadas, enrojecidas y doloridas, vio al
muchacho en la calle con otros chicos y un balón. Lo llamó, pero él no volteó para verla y
solamente dijo: “¿Quihubo?”.
Soledad entró al edificio, aún
le quedaban cuatro pisos por subir; cada escalón era un martirio para sus rodillas, la artritis
que sufría y subir cada escalón era un verdadero martirio, “Ojalá que alguno de
los muchachos llegue a ser alguien en la vida, para que no vivan en las
condiciones que estamos, y me puedan pagar las medicinas”, pensaba.
Mientras tanto, el gran futbolista,
Ilian, recibió el pase de uno de sus
amigos y lo lanzó a la portería, en la que estaba otro listo para
aventarse, pero el balón fue más alto y
entró en un establecimiento en el que había toda clase de cosas, desde refrescos hasta lápices, desde pan hasta insecticidas.
--GOOOOOOOOOOL—gritó con fuerza Ilian mientras brincaba y hacía
piruetas.
De la tienda salió Yadira,
dueña y vendedora del lugar, quien gritó con la cara desencajada por la
ira:
-¡Órale, vagos, ya me rompieron los vasos de las veladoras! Bola de vagos, váyanse a jugar a otro lado o
mejor, pónganse a trabajar.
--Ya, señito. Fue sin querer.
Regrésenos el balón—dijo uno de los jugadores mientras Ilian observaba
desde atrás.
--¡Qué balón ni qué nada! A ver
cómo le hacen para tener otro, ya no les
devuelvo la pelota—gritó Yadira y entró en la tienda.
Los jóvenes quedaron molestos,
dijeron groserías y luego, entre ellos,
comentaron:
--Ni modo. No aguanta la
ruca. Vámonos a meter a la casa y ya
veremos mañana.
--Sí—dijeron los otros, llenos de una emoción inexplicable.
Ilian entró al edificio,
recorrió los cuatro pisos con rapidez, subió de dos en dos los escalones que lo
llevarían a su departamento, una
miniatura de casa con 48m cuadrados y en la que estaban ya sus hermanos y su
mamá. “Qué gacho, tendré que entrar”,
pensó cuando se hallaba frente a la puerta.
Tocó el timbre y salió Kevin, un niño de diez años que, intentando hacer
una broma, lo vio y cerró de nuevo:
--Ábreme, mugroso—dijo Ilian.
--Bueno pero, ¿a quién buscas?
--A ti, canijo.
Luego, la mamá de Ilian
preparaba la cena, tenía todo lo necesario: frijoles, queso, bolillos…pero
faltaba el café.
--Ilian, ve por café—dijo la señora con voz casi inaudible.
--¿Qué?—rezongó Ilian— ¿Por qué no le dices a Kevin o a Cristian?
--Porque ellos no se salen sin permiso, además, ¿por qué no fuiste a la
escuela?
--Porque no me gusta. Ya decidí
que no voy a ir.
--¿Y qué piensas hacer? Debes
saber que para ser alguien en la vida hay que esforzarse.
--Pues no voy a regresar. Bueno,
dame el dinero y voy, con tal de que me dejes en paz.
Soledad abrió su monedero y
sacó unas monedas. Ilian las tomó, fue a la cocina, abrió un cajón, sacó algo y
lo guardó en la bolsa de su pantalón:
--Ahorita vengo.
--Bueno, no te tardes.
Ilian bajó la escalera, iba
tan concentrado en sus pensamientos que
no vio a su papá, que llegaba de la obra:
--¿A dónde vas, hijo?—preguntó Santos.
--A la tienda, voy por café.
Salió del edificio, cada vez
se sentía más seguro, había tomado la decisión correcta. Entró a la tienda, ahí estaba Yadira, con sus
lentes de fondo de botella, despachaba a un cliente. Entonces Ilian intentó pasar inadvertido, pretendía hacerse invisible para ellos, volteó como si fuera a escoger algún
producto hasta que escuchó a Yadira
decir al comprador:
--Gracias, vuelva pronto.
Tomado de http://huelebien-txell.blogspot.com
Entonces Ilian metió la mano
en la bolsa derecha de su pantalón, sintió el frío en su mano y sacó el
cuchillo. No dijo palabra, no hubo
recriminación, no existieron
reproches. La mujer sintió que los
lentes caían, que se desprendían de su rostro, así como también su vida.
Ilian, que debía llegar a ser
alguien en la vida, había conseguido ser
un asesino…