miércoles, 12 de junio de 2013

MANOS VACÍAS?

   

   La mujer, que se llama Norma, seguía un ritual diario, todo era monótono en su vida, según ella lo percibía.  Estaba casada con un hombre rudo, con recursos económicos pero que se sentía frustrado. 
   Raúl, el esposo, había ido por ella desde hacía más de 30 años; le había ofrecido una vida mejor que  a la que podía aspirar en su pueblo jalisciense, Lagos de Moreno. 
   La cosa fue así, Raúl pensó que debía buscar esposa pues ya tenía la edad suficiente y un trabajo estable, entonces decidió que quería una mujer hermosa, como las de Los Altos.  La conoció un domingo, platicaron en la plazuela del pueblo y ambos quedaron prendados: él, de la belleza de Norma y ella, de la caballerosidad de él.
   Poco después de la boda, Norma y Raúl se conocieron más y lo que descubrieron ambos es que él tenía una muñeca que ignoraba casi todo y ella, que tenía un esposo que no era tan diferente a los hombres de su pueblo porque era impositivo,  mandón, déspota y muy tacaño.  Sin embargo, ella se consolaba pensando que tenía comodidades que no habría podido alcanzar en su pueblo natal.
   Pasaron los años, Norma fue viendo cómo se le iba la vida al lado de aquél hombre a quien había aprendido a apreciar en los momentos agradables y a sentirse triste y atrapada en los largos tiempos de tempestad. 
   Ahora, con 52 años a cuestas, con una belleza marchitada por la amargura, Norma se pregunta qué pasará en el futuro, pues el mayor de sus hijos casó con una joven de singular hermosura, como la que ella tuvo. 
   A veces, intentando resignarse a la lejanía de su hijo, piensa: “Tengo a Marcos y a Nicolás, pero uno de ellos está lejos.  ¿Acaso mi vida está terminada?  ¿Para qué servimos las mujeres?  Tenemos hijos, los criamos, los cuidamos y procuramos, ellos crecen y se van.  Siento que tengo las manos vacías, no tengo motivos para continuar.  De repente, recordó que en su calle vive una antigua amiga, ambas eran jóvenes y sus hijos, de la misma edad, son amigos.  “Iré a ver a Raquel, ella podrá ayudarme a pasar este trago amargo de abandono, porque me siento huérfana”. 
   Raquel es menor que Norma, tiene 48 años pero su hijo es de la edad del primogénito ausente, recién  casado.  Tocó el timbre y al ver a su antigua amiga, sonrió.  Ambas entraron en la casa, recordaron los tiempos en que se encontraban en el parque, platicaban y veían a sus hijos jugar.  De repente, Norma preguntó: 
--¿Qué haré ahora?  Me siento desolada, paso por el frente de la recámara de Raulito esperando verlo ahí, pero ya no está.
--Pues ocupar  la recámara, ponle otros objetos, pero respeta hasta donde se pueda los de Raúl, que ya es un hombre de 30 años que, seamos sinceras, tardó más que nosotras para salir de su casa.  Además, todos hemos hecho lo mismo, crecemos y hacemos una vida.  No te sientas mal, busca en qué ocuparte.  ¿Qué te gusta hacer?
--No lo sé—respondió Norma con un gesto de asombro—Nunca me detuve a pensar qué es lo que me gusta.  Mi vida es así, despierto, preparo las cosas para mi esposo, él se va a trabajar y yo permanezco en la casa, limpiando y lavando todo el tiempo; cuando termino, preparo la comida y espero a que lleguen mi esposo y mis hijos.  Luego, la televisión y la cena… Debo decirte que es muy agotadora la rutina, tanto que no me he preocupado por pensar qué me gustaría hacer.
--Pues comienza desde ahí, piensa y atrévete.  Seguramente tú serías una buena protectora de animales, una buena repostera, una buena estilista, una excelente capturista o todas ellas a la vez.

   Las dos amigas se despidieron sabiendo que pasarían de nuevo muchos años para volver a platicar porque ambas tienen vidas diferentes, preocupaciones y ocupaciones distintas, pero en común el afecto entrañable que les surgió en la juventud, cuando fueron madres jóvenes.