Hacía poco tiempo
que los problemas originados por el hábito de beber habían llegado al fondo,
ella deseaba un apoyo para organizar su desestructurada y disipada existencia. Raquel, delgada y bella, tanto como lo puede
lograr una serie de operaciones para corregir
los estragos del tiempo y de la vida inadecuada, se había decidido a re-encauzarla,
una tarea tan difícil para ella e increíble pero anhelada por sus hijos y
esposo.
Raquel, con 56 años
a cuestas, había transitado por los caminos del éxito, el dinero, la familia,
las fiestas, el alcohol y los amores…
Raquel había casado
hace más de treinta años, su esposo Francisco es un hombre moreno, con un bigote que, aseguraba, denotaba su hombría y un coche que ostenta su
poder económico. La existencia a su lado
había sido buena, pero le faltaba algo, algo que ella encontró en las fiestas:
diversión, evasión, la catarsis que le ofrecían las copas y el deseo hacia lo
prohibido.
Raquel fingía, su
vida era una película en la que la protagonista, la dama eternamente joven era
ella. Cuando bebía, ella tomaba su copa
con elegancia, se caracterizaba como una dama
noble, quizá una duquesa, sonreía antes de sorber el primero, el
segundo, el tercer trago, la primera, la segunda, la tercera copa, hasta que
sus sentidos se perdían, su imagen se descomponía y entonces emergía una Raquel
diferente, la real, la atrevida, la apasionada, la anhelante, la provocativa,
la sensual, la apasionada y la que no reconocía límites.
Hoy, sábado, ella
regresó de su casa de descanso. Allá se
quedaron sus hijos y su esposo, quienes le insistieran que se quedara a
compartir con ellos las delicias del calor, que nadara en su amplia alberca,
que fuesen de compras a la plaza de aquel sitio turístico, pero ella desistió: “Es
necesario que vuelva, necesito arreglar mi vida, tengo una cita con el
terapeuta”.
Ante tal
opción, su familia experimentó
sentimientos encontrados, pues deseaban que ella permaneciera en familia, pero
sabían que si ella dejaba de beber su futuro, el de todos, sería mejor.
--Lupe, vámonos a la casa—dijo con voz imperativa a la joven
que trabajaba para ella—El señor y los muchachos se quedan.
--Sí, señora—respondió Lupe
mientras tomaba entre sus manos el suéter que había llevado por si hacía
frío.
Ambas, la patrona y
la empleada doméstica, abordaron el lujoso coche que las esperaba afuera de la
residencia. Recorrieron la carretera,
cada una en un extremo del asiento, en silencio; veían el campo, cerros, sembradíos
y vacas pastando. Cada una de ellas
pensaba en cosas diferentes porque la realidad de ambas, tan cerca una de otra,
era diametralmente opuesta.
“Llegando a la
casa, me pondré a escombrar porque ya me imagino cómo ha de estar. El polvo y las lluvias, espero que no esté
muy sucio”, era el pensamiento de Lupe.
“En cuanto
lleguemos, llamaré al terapeuta. Creo
que no me atrevo a ir. La verdad, no
tengo el valor para enfrentarme yo sola a la realidad. Sé que tengo dificultades, pero no quiero ni
puedo dejar de ser lo que he sido. ¿Cómo
dejarlos? El alcohol me libera y Raúl,
me apasiona”, eran las ideas que abarcaron
todo el camino a su destino.
Oscureció, ellas
bajaron del auto y entraron a la casa.
Era lujosa, tenía un recibidor amplio, con un par de sillones forrados
con piel de leopardo y una pequeña mesa entre ambos. Lupe se dirigió a la cocina, preparó un café
para tomar fuerza e iniciar a mover los brazos con el trapo en sus manos. Raquel, por su parte, se sentó en el sillón
del recibidor.
--Señora, le preparo un café?—preguntó Lupe.
--No. Ve a
dormir. Ya mañana limpiarás lo que haga
falta. Ahora no te necesito.
“No me atrevo a
llamar al terapeuta. Él sabe que fui con
mi familia a pasar unos días a Morelos, así que si no llego, se imaginará que
allá sigo”, se dijo mientras tomaba la
botella y servía un vaso de tequila. “Esta será la última vez que beberé, es mi despedida; tendré que tomar valor para despedirme de
Raúl, este amor pone en riesgo lo que
tengo”.
Cuando sintió el
calor provocado por el líquido, aflojó
su vestido, descalzó sus pies y ensayó diálogos, expresiones, movimientos que permitieran hacer de esa, la
última noche, la mejor de su existencia: “Hoy tiene que ser una despedida
única, total. Me entregaré por última vez
a mis dos pasiones”.
Un coche se
estacionó y de él descendió un hombre joven, su expresión era la de un
personaje burdo y arrogante. Tocó el
timbre y ella salió acalorada, mostrando el hombro izquierdo.
--Pasa. ¿Cómo estás?
--¿Cómo crees tú?—respondió él mientras se avalanzaba sobre
la mujer para tocarla.
“¡Cómo dejar esto!”,
pensaba ella mientras sentía el cuerpo
del joven sobre ella…
--El tequila se acabó—gritó Raúl.
--Ahora traigo la otra botella. Está delicioso, como tú—respondió la mujer
que para entonces, había olvidado su propósito.
El recibidor de la casa se hallaba diferente
a como había estado hacía unas
horas: sobre la mesa reposaban dos
botellas, una vacía y la otra, a la
mitad; también había limones, sal y un
vestido, porque cuando Raquel bebía, el
calor era insoportable.
Eran las 4:30
a.m. y los dos, Raquel y Raúl, habían bebido mucho, se habían dicho palabras
amorosas, apasionadas, los dos habían jurado nunca dejarse, pero todo tiene un
precio.
Él se levantó del
sillón, se puso los pantalones y dijo con voz
febril:
--Ya me voy, mi reina.
Dame mi pago.
Raquel, ebria, desnuda, ansiosa e irreflexiva, se incorporó
y lo miró.
--¿Qué?—preguntó--¿no te basto yo?
--Quedamos en que hoy me ibas a dar lo del mes—gritó Raúl
mientras se inclinaba hacia la mesita donde estaba el vestido.
--Pues no tengo dinero.
No hoy, he tenido gastos extras.
Además, tú que no eres nada, deberías estar agradecido de tener una
mujer como yo, tan bonita y adinerada.
Rubén se
enfureció, tiró el vestido al suelo y encontró el cuchillo con el que habían
cortado los limones.
--¡Dame el dinero, maldita vieja!—gritó al tiempo que la
amenazó.
--¡No, por favor!
Al día siguiente,
el domingo, llegó Francisco con sus hijos.
Los tres habían pasado la noche
en la residencia de Morelos, habían nadado, visto películas y bailado en
bares. Habían bebido pero sin exceso, porque tenían que regresar a la ciudad, a sus vidas, a sus hábitos y a
sus ocupaciones. Los tres se sentían
fatigados, todos querían dormir y salir a cenar a su restaurante favorito.
Entraron a la casa
y en el espacio destinado a recibir a
las visitas encontraron el cuerpo inerte de Raquel, que tuvo la mejor noche de
su vida.