viernes, 27 de septiembre de 2013

LA ÚLTIMA NOCHE DE RAQUEL

   Hacía poco tiempo que los problemas originados por el hábito de beber habían llegado al fondo, ella deseaba un apoyo para organizar su desestructurada y disipada existencia.  Raquel, delgada y bella, tanto como lo puede lograr  una serie de operaciones para corregir los estragos del tiempo y de la vida inadecuada, se había decidido a re-encauzarla, una tarea tan difícil para ella e increíble pero anhelada por sus hijos y esposo.
   Raquel, con 56 años a cuestas, había transitado por los caminos del éxito, el dinero, la familia, las fiestas, el alcohol y los amores…
   Raquel había casado hace más de treinta años, su esposo Francisco es un hombre  moreno, con un bigote que, aseguraba,  denotaba su hombría y un coche que ostenta su poder económico.  La existencia a su lado había sido buena, pero le faltaba algo, algo que ella encontró en las fiestas: diversión, evasión, la catarsis que le ofrecían las copas y el deseo hacia lo prohibido.
   Raquel fingía, su vida era una película en la que la protagonista, la dama eternamente joven era ella.  Cuando bebía, ella tomaba su copa con elegancia, se caracterizaba como una dama  noble, quizá una duquesa, sonreía antes de sorber el primero, el segundo, el tercer trago, la primera, la segunda, la tercera copa, hasta que sus sentidos se perdían, su imagen se descomponía y entonces emergía una Raquel diferente, la real, la atrevida, la apasionada, la anhelante, la provocativa, la sensual, la apasionada y la que no reconocía límites.
   Hoy, sábado, ella regresó de su casa de descanso.  Allá se quedaron sus hijos y su esposo, quienes le insistieran que se quedara a compartir con ellos las delicias del calor, que nadara en su amplia alberca, que fuesen de compras a la plaza de aquel sitio turístico, pero ella desistió: “Es necesario que vuelva, necesito arreglar mi vida, tengo una cita con el terapeuta”.  
   Ante tal opción,  su familia experimentó sentimientos encontrados, pues deseaban que ella permaneciera en familia, pero sabían que si ella dejaba de beber su futuro, el de todos, sería mejor.
--Lupe, vámonos a la casa—dijo con voz imperativa a la joven que trabajaba para ella—El señor y los muchachos se quedan.
--Sí, señora—respondió Lupe  mientras tomaba entre sus manos el suéter que había llevado por si hacía frío.
   Ambas, la patrona y la empleada doméstica, abordaron el lujoso coche que las esperaba afuera de la residencia.  Recorrieron la carretera, cada una en un extremo del asiento, en silencio; veían el campo, cerros, sembradíos y vacas pastando.  Cada una de ellas pensaba en cosas diferentes porque la realidad de ambas, tan cerca una de otra, era diametralmente opuesta.
   “Llegando a la casa, me pondré a escombrar porque ya me imagino cómo ha de estar.  El polvo y las lluvias, espero que no esté muy sucio”, era el pensamiento de Lupe.
   “En cuanto lleguemos, llamaré al terapeuta.  Creo que no me atrevo a ir.  La verdad, no tengo el valor para enfrentarme yo sola a la realidad.  Sé que tengo dificultades, pero no quiero ni puedo dejar de ser lo que he sido.   ¿Cómo dejarlos?  El alcohol me libera y Raúl, me apasiona”, eran las ideas  que abarcaron todo el camino a su destino.
   Oscureció, ellas bajaron del auto y entraron a la casa.  Era lujosa, tenía un recibidor amplio, con un par de sillones forrados con piel de leopardo y una pequeña mesa entre ambos.  Lupe se dirigió a la cocina, preparó un café para tomar fuerza e iniciar a mover los brazos con el trapo en sus manos.  Raquel, por su parte, se sentó en el sillón del recibidor. 
--Señora, le preparo un café?—preguntó Lupe.
--No.  Ve a dormir.  Ya mañana limpiarás lo que haga falta.  Ahora no te necesito.
   “No me atrevo a llamar al terapeuta.  Él sabe que fui con mi familia a pasar unos días a Morelos, así que si no llego, se imaginará que allá sigo”, se dijo mientras  tomaba la botella y servía un vaso de tequila.  “Esta será la última vez que beberé, es mi despedida;  tendré que tomar valor para despedirme de Raúl,  este amor pone en riesgo lo que tengo”.
   Cuando sintió el calor provocado por  el líquido, aflojó su vestido, descalzó sus pies y ensayó diálogos, expresiones,  movimientos que permitieran hacer de esa, la última noche, la mejor de su existencia: “Hoy tiene que ser una despedida única, total.  Me entregaré por última vez a mis dos pasiones”. 
   Un coche se estacionó y de él descendió un hombre joven, su expresión era la de un personaje burdo y arrogante.  Tocó el timbre y ella salió acalorada, mostrando el hombro izquierdo.
--Pasa.  ¿Cómo estás?
--¿Cómo crees tú?—respondió él mientras se avalanzaba sobre la mujer para tocarla.
   “¡Cómo dejar esto!”, pensaba ella mientras  sentía el cuerpo del joven sobre ella… 
--El tequila se acabó—gritó Raúl.
--Ahora traigo la otra botella.  Está delicioso, como tú—respondió la mujer que para entonces, había olvidado su propósito.
   El recibidor de la casa se hallaba diferente a como  había estado hacía unas horas:  sobre la mesa reposaban dos botellas, una vacía y la otra,  a la mitad; también había limones, sal  y un vestido, porque cuando Raquel  bebía, el calor  era insoportable.
      Eran las 4:30 a.m. y los dos, Raquel y Raúl, habían bebido mucho, se habían dicho palabras amorosas, apasionadas, los dos habían jurado nunca dejarse, pero todo tiene un precio.
   Él se levantó del sillón, se puso los pantalones y dijo con voz  febril:
--Ya me voy, mi reina.  Dame mi pago.
Raquel, ebria, desnuda, ansiosa e irreflexiva, se incorporó y lo miró.
--¿Qué?—preguntó--¿no te basto yo?
--Quedamos en que hoy me ibas a dar lo del mes—gritó Raúl mientras se inclinaba hacia la mesita donde estaba el vestido.
--Pues no tengo dinero.  No hoy, he tenido gastos extras.  Además, tú que no eres nada, deberías estar agradecido de tener una mujer como yo, tan bonita y adinerada.
    Rubén se enfureció, tiró el vestido al suelo y encontró el cuchillo con el que habían cortado los limones. 
--¡Dame el dinero, maldita vieja!—gritó al tiempo que la amenazó.
--¡No, por favor!
   Al día siguiente, el domingo, llegó Francisco con sus hijos.  Los tres habían pasado la noche  en la residencia de Morelos, habían nadado, visto películas y bailado en bares.  Habían bebido pero sin exceso, porque tenían que regresar a la ciudad, a sus vidas, a sus hábitos y a sus ocupaciones.  Los tres se sentían fatigados, todos querían dormir y salir a cenar a su restaurante favorito.
   Entraron a la casa y en el  espacio destinado a recibir a las visitas encontraron el cuerpo inerte de Raquel, que tuvo la mejor noche de su vida.