domingo, 8 de junio de 2014

UNA OPORTUNIDAD PARA MI HIJA



Hace casi quince años contraje matrimonio con Miguel. Él es un buen hombre porque, a pesar de nuestra realidad, me quiere. Tenemos dos hijas, una de ellas, la mayor, tiene parálisis cerebral. Fue difícil al principio, batallé mucho porque no sabía cómo tratarla, me dolía la rigidez de sus miembros y de sus manos. La verdad, siempre he querido que me abrace pero esto ha sucedido muy pocas veces. Ella está ahora en la secundaria, claro, en una especial porque mi hija no sabe leer ni escribir, se expresa con dificultad pero sé que ella me entiende, me escucha, me quiere y me dice con la mirada mucho más de lo que puede emitir con la voz. Tiene 14 años y estamos preparando su fiesta de 15, espero que sea grandiosa.
Mi otra hija, la menor, tuvo una gran oportunidad, ella fue integrada a una escuela como hay tantas. Todavía recuerdo que hace un poco menos de tres años y con algunos más de estar toda la jornada en el Centro de Atención Múltiple, me dijeron que mi chiquita no tenía discapacidad, que habían revisado su expediente y carecía del sustento psicológico que apoyara una discapacidad intelectual. Yo me sentí profundamente agradecida con la vida, pues me daba la oportunidad de tener a quien, cuando yo falte, apoyara a la mayor.
Karen, la pequeña, tiene 8 años; es dulce y cariñosa, ya habla mejor y puede decirme que me quiere, eso me da una inmensa alegría. Sin embargo, hay un sentimiento de tristeza constante y profundo que vive conmigo desde hace 14 años, es difícil de explicármelo, porque tengo arranques de inconformidad cuando voy por la calle con mis hijas y observo a otras niñas que ríen, corren, que son capaces de columpiarse solas, que pueden inventar, crear, construir, cantar, recitar, estudiar y salir solas. Entonces, veo a las mías: yo tomo de las axilas a Minerva, la mayor, mientras Karen le da la mano, es difícil para mí cuidar que no caiga una y que la otra no se suelte ni deje de ser su sostén.
Cuando estoy sola, como ahora, lloro, lloro muchísimo, creo que las lágrimas de todo el mundo no serían suficientes para desahogar mi dolor. Después, en las noches, cuando llega Miguel, debo estar bien, debo tomar valor para sobreponerme y dar buena cara, porque él está conmigo. Sé de otras mujeres que, en cuanto su esposo se enteró de la discapacidad de su hijo, quedaron solas y así, solas, han enfrentado la crueldad del mundo que no está diseñado para la diferencia.
Cuando mi Karen entró a la primaria, la recepción fue buena, pero ella estaba tan acostumbrada a sus compañeritos diferentes entre sí, cada uno con diferentes deficiencias, que lloraba diariamente y yo, sufría, entraba con ella y el drama se hacía mayor y fue gracias a la recomendación de las profesoras que dejé de sufrir tanto al dejar a mi pequeña en ese Plantel. Después, Karen se fue acostumbrando, comenzó a hablar con mayor claridad y yo me sentí más esperanzada.
Afortunadamente, la profesora que ha tenido en 2º. Y 3º. Grado es la misma que le enseñó las primeras letras y, espero, que continúe para que aprenda a escribir bien. Estamos por terminar el ciclo escolar, falta mes y medio, yo estoy animada por los avances que ha tenido mi Karen, pero observo que ella no. Ahora, cada vez que nos acercamos a la escuela, ella se detiene y debo jalarla: no quiere entrar. Le he preguntado cuál es la razón, pero ella no da explicaciones, dice que quiere ir a “la escuelita de Minerva”, que esa sí le gusta porque estoy yo. No sé qué debo hacer, yo creo que la palabra de la directora que me aseguró que mi niña no tiene discapacidad es verdadera y que por eso, mi Karen debe continuar en esa primaria, para que tenga la oportunidad de estudiar una carrera universitaria, tal vez doctora, eso estaría bien, para que cure a otros niños.