Ana se propuso
escribir. Se sentía fatigada por el
cúmulo de trabajo administrativo que debía cumplir: archivar documentos, hacer
bitácoras, tomar dictados, servir el
café a los jefes, estar sonriente ante los sujetos que llegaban a la oficina
para negociar algunos trámites de la
competencia de la gerencia del lugar, contestar los teléfonos, etc.
Ana consideraba que
tenía más potencial, solamente la había hecho falta perseverancia y le había sobrado descuido,
había hecho derroche de pereza y carecido de compromiso con su desarrollo profesional.
Como secretaria, se
desempeñaba eficientemente, tenía todos los documentos y encomiendas en orden,
se presentaba impecable tanto en su persona como en su trabajo. Pero a ella no le satisfacía y tenía una idea
fija: escribir un libro. Sin embargo,
Ana reconocía con tristeza que eso sería imposible, pues ella carecía de lo que
necesita cualquier persona que escribe textos:
imaginación.
Cierto día,
mientras trabajaba en la transcripción de un oficio dirigido a una compañía
concursante para la construcción de un puente, pensó que su vida debía tomar un
rumbo diferente: “Un puente, eso es lo que necesito, un puente que me lleve a
hacer algo distinto a lo rutinario, que me aleje de la vida actual y de este
ambiente”.
Al salir del
trabajo, como siempre, abordó el transporte y, mientras recorría las calles,
reflexionó sobre lo que deseaba hacer: “Me gustan las plantas, los animales, la
historia, la vida social, los números; también me atraen los periódicos, la
televisión, el cine… ¡Qué lío!”
Al llegar a su
casa, miró a su alrededor. De pronto,
salió de una de las habitaciones un niño pequeño, de unos cinco años, que la
saludó efusivamente:
--¡Mami, qué bueno que llegaste!
--Hola, hijito. ¿Cómo
estás? Vamos a ver qué hacemos para
comer.
Tomó la mano del
menor y ambos fueron a la cocina, abrió el refrigerador y dijo:
--¿Qué se te antoja?
Mira todo lo que hay.
Después de comer,
Ana abrazó a su vástago y quedó pensando acerca de lo bien que se sentía cuando
estaba junto a Jorge. Entonces, tomó su
bolso y la mano del niño, salieron de la casa y caminaron largo rato, hasta que
llegaron a una construcción enorme en la que había ruido de voces.
--Buenas tardes, señorita—dijo Ana cuando ingresó al edificio.
--Buenas tardes, ¿en qué podemos servirle?
--Quisiera trabajar aquí.
Es que… ¿Sabe? Creo que me gustaría ayudar con el cuidado de
los niños.
--Bueno, eso está muy bien.
Tiene que llenar un formato y esperar a que le respondan. Seguramente le darán el empleo porque es
difícil encontrar personas que amen a
los niños.
Ana sonrió con
satisfacción, abrazó a su hijo y regresó a su casa. Esa noche fue increíble, Ana se sentía
renovada y Jorge, por su parte, ilusionado porque tal vez, después de alunas
semanas, tendría hermanos con quienes
jugar.