Hacía muchos, muchos años que Cecilia no
escuchaba hablar del día de brujas. Su
nacionalismo era total y por ello rechazaba cualquier intromisión en su mexicanidad. Ama de casa, Cecilia mantenía el hogar
cálido para su esposo, Rubén, un hombre varios años menor que ella y que había
conseguido mantener un empleo de
seguridad en un bar del centro de la ciudad.
Esta mañana del 31 de octubre, día de
brujas, según las leyendas de Salem, Cecilia despertó temprano y emprendió la
rutina: salió a barrer el lugar del
frente de su departamento, después entró en la casa y puso a calentar agua para preparar el café. A ella le gustaba el olor de esa bebida, era
como si se transportara a su pueblo natal.
Comenzó a limpiar cada rincón de su pequeñísimo hogar, entró en la
recámara y miró hacia donde aún dormía Rubén, que había llegado a las 4:00a.m.
Ella había logrado mantener un matrimonio
con gran esfuerzo, pensaba, gracias a que era un “estuche de monerías”, pues no
solamente cocinaba platillos deliciosos; también confeccionaba la ropa que
vestía Rubén, lustraba sus zapatos,
bordaba sus pañuelos y tenía el “nidito”, que así llamaban al
lugar en que habitaban, impecable.
Cuando dieron las 11:00 a.m., Rubén
despertó. Siempre era así, ni un minuto
más de sueño, su reloj biológico estaba tatuado en su enorme humanidad. Platicaron, él la miraba ir de un lado a otro
limpiando superficies.
--Mujer, deja ya
de fregar el piso. Ven y siéntate aquí conmigo. Hoy me espera un día pesado. Como es Halloween, seguro que habrá muchos
clientes en el trabajo.
--Sí, Rubén, nada
más déjame poner las cosas en su lugar—contestó
Cecilia al tiempo que levantaba una cubeta con agua casi transparente,
pues a diario lavaba el piso de su
vivienda.
Ambos se sentaron en el diminuto sillón de
la sala, Cecilia bordaba y él veía la
televisión. De repente, sonó el
teléfono.
--Bueno?—preguntó
Cecilia.
--Con Rubén—dijo una
voz joven.
--Un segundo—contestó
Cecilia con desconfianza y, dirigiéndole el auricular a Rubén, añadió—toma, es
para ti.
Rubén tomó el auricular y palideció al
escuchar el mensaje. “Está bien, allí
estaré. No tardo”, y colgó. Miró a Cecilia con tristeza y dijo:
--Amor, tengo que salir. Procuraré no tardar, hay problemas, debo
dinero y ya me están cobrando.
--¡Cómo! De nuevo has apostado?
Rubén no contestó, se levantó y arregló para
salir. Al despedirse, dijo a su mujer:
--Mira, si es que se me hace tarde en esos lugares,
me paso al trabajo.
--Cuánto se debe?—preguntó
Cecilia con una angustia infinita.
--Mucho—contestó Rubén
al tiempo que le daba un beso de despedida.
Rubén bajó las escaleras y se encontró con
las personas a las que debía una fuerte suma de dinero. No hubo saludo, solamente miradas
de reproche provenientes de los cobradores y de súplica por parte de
Rubén. Subieron a un coche y
desaparecieron por las calles.