“Es el penúltimo mes del año, comienza a
arreciar el frío y un año más está próximo a terminar. Noviembre es un mes que, a decir verdad, no
es de mi gusto”, pensaba año con año la anciana. “Comienzan mis dolores, o mejor dicho,
regresan para recordarme el paso del tiempo”.
Con varios suéteres luidos, uno sobre otro, Josefina cargaba a cuestas muchos, muchísimos
años de vida y su única preocupación era la muerte.
“Ojalá que un día ya no despierte, creo que
esa es la mejor forma de morir”, solía comentar a sus hijos y nietos que
al escucharla, asentían con fastidio a
su cantaleta.
El día 2 de noviembre, Día de Muertos, Josefina se esmeró por dejar los alimentos
preparados y esperó la visita anhelada: la de Roberto, el amor de su vida que
había abandonado el mundo hacía más de diez años.
Sobre la mesa estaba, al centro, la
fotografía de un hombre de gesto amable, al frente una veladora y alrededor,
varios platillos: había un par de tamales, un plato de mole, frijoles,
cecina enchilada y un molcajete
con salsa de chile de árbol; también
había, de postre, un pedazo de flan, gelatina, chongos zamoranos y un buen
jarro lleno de café.
Con el rosario entre sus manos, fue rezando
con gran fervor frente a la ofrenda, esperaba el momento en que Roberto
apareciera para degustar los alimentos o, mejor aún, para que la llevara junto a él.
Rezó mucho,
durante horas estuvo frente a la ofrenda, hasta que quedó dormida. Entonces, en el sueño, apareció Roberto y ella
experimentó una emoción infinita; su corazón, que latía con menos fuerza debido
al estado onírico, se aceleró, la sangre
se deslizó con mayor ímpetu en sus venas, todo su
cuerpo se agitó y exhaló por última vez.