viernes, 21 de febrero de 2020


A EMILIO, MI HIJO AUSENTE
No me gusta la palabra muerte.  Bien sé que su significado se remite solamente a la falta de presencia corpórea, que él está con nosotros y que seguirá cerca, junto y dentro de nosotros mientras estemos en este mundo. 
    El vacío inmenso, el hueco de este espacio sin su voz,  sin sus pasos, sin su café y sin su humo. ..  No sé bien a bien qué fue lo que pasó, solamente sé que fue una bofetada, un golpe seco y directo al corazón el que recibí cuando me enteré de lo ocurrido.  Nunca hubiera imaginado tal escenario: una madre que se queda sin hijo.
   Primero, dos meses y cinco días antes, mi madre nos abandonó por el cansancio que le produjeron los años de vida… luego, unos días después, la perrita consentida de mi madre…  y dos meses más tarde, mi hijo…
   De todas estas pérdidas, la que más duele es la del joven.  Mi hijo aún tenía muchos sueños que alcanzar, metas que cumplir y logros que disfrutar en compañía de sus hijos y de su esposa.  No sé qué pasó por su cabeza en esos momentos, no puedo imaginar lo que habrá sentido y pensado pero lo que sí sé es que su alma, blanca como la mariposa que revoloteó alrededor de mi cabeza, fue a despedirse y lo que más me duele es no haber comprendido la señal.
   Han pasado casi seis meses, yo no sé cómo he podido sobrevivir a este suceso.  La verdad, cuando terminó septiembre me sentí aliviada, no había habido otro fallecimiento cercano. 
   Lo recuerdo en todo momento, siempre está conmigo y lo que hago, pienso o digo, lo hago con base en su recuerdo.  No sé si esto sea sano para una mente, pero lo es para mí.  Sin embargo, cuando me despierto, invariablemente lloro un poco.  La soledad, el abandono, el no escucharlos ni verlo es una realidad aplastante para mí.  Sin embargo, intento tomar aliento y decirme que tengo una meta: esperar unos años más para llevarlo a su reposo permanente, me refiero a su cuerpo porque él estará conmigo y con todos los que le recordemos.
   Suelo llevar cargas en mí, no puedo dejar de sentirme triste aún porque hubo omisiones, palabras que no dije y que, tal vez, debieron expresarse.  Me hizo falta tiempo para decirle que yo estaba para él, que podría contar conmigo siempre, que lo amo profundamente, que daría cualquier cosa por él y que por su felicidad hubiera sido capaz de cualquier acción.  Pero el tiempo para él se agotó, no pude hacer más que actuar para él, en una confusión y dolor inconmensurables,  arreglar todo lo necesario para que él tuviera una despedida  digna.  Estaba yo en una fase de incredulidad y enojo.  Incredulidad porque lo había visto la noche anterior y de enojo porque, aunque no hago planes, no imaginaba que mi vida cambiaría así, de un momento a otro, de forma tan radical.  Me duele comprender y aceptar que mi vida, mi familia y mi entorno se transformaron en tan poco tiempo.  Ahora debo reiniciar con otras voces, otras presencias, otros temas, otras acciones.  Pero continúo preocupándome por él, viviendo para cuidarle en su lugar de reposo sin tener a cambio más que su recuerdo.
   El cambio que observo en mis amistades es que hay  comprensión y aprecio, ahora lo siento más, pero eso no compensa la ausencia y el dolor.  Mi familia, que ahora es más reducida, me muestra su cariño y yo lo aprecio y además, deberé conformarme con ello porque sé que no volveré a ver a mi hijo, no volveré a platicar con él, no habrá más bromas, bailes, preocupaciones  .  Lo que me hizo falta decirle ya no importa, porque sé que él está vivo en otro plano, que está bien, que ya no sufre dolores ni angustias, desasosiegos ni frustraciones, pero sé que tampoco tiene la oportunidad de compartir conmigo sus anhelos, ambiciones, cariños  ni cuidados.  Me conformo con saber que él sigue vivo y que dentro de unos años, cuando mi cuerpo esté debilitado, yo podré volver a abrazarlo.