Desde hace algún tiempo había sentido la
necesidad de explicarse lo que vivía, pero no se había dado el tiempo para
hacerlo, tal vez por temor o por rechazo. Se rehusaba a ver hacia dentro de sí, de
reconocerse a sí misma como persona carente de un sentido y eso que llevaba más
de la mitad de su vida en esa condición.
En su interior, ella sabía que no lo había
aceptado aún y, suponía con dolor, que nunca llegaría el momento de asumirse
serena y conforme.
Cuando dejó de percibir formas y colores,
cuando se obligó a utilizar el olfato y el tacto para reconocer objetos, cuando
aprendió a escuchar con atención para llevar a su memoria las impresiones
auditivas guardadas. Sabía que no tenía
derecho de preocupar a los suyos con su pesar que, a final de cuentas, no es
tanto. Sin embargo, le parecía que la
vida que vive no es la de ella, que no le corresponde estar así, “tal vez he
estado soñando largo tiempo, no creo que esta sea mi realidad”, “tal vez sea
como me platicó mi hijo hace años, que quizá seamos un sueño de Dios”…