viernes, 17 de junio de 2011

EL DESTINO

 “Somos seres llenos de contradicciones”, solía pensar Jorge cada vez que se enfrentaba a sus miedos.  Él era un empresario exitoso del ramo de la gastronomía.  Se había forjado un presente y un futuro holgado,  poseía una fortuna considerable y varias residencias y a eso atribuía su corpulencia actual.
   Su esposa, Mercedes, suele hacer bromas cuando él, tan fuerte y poderoso,  evita pasar por debajo de una escalera, cuando se aterra si ve deslizarse  frente a sí un gato negro o cuando,  por coincidencia, hay una mariposa grande y negra posada en su ventana.  “Tan fuerte y tan miedoso”, le  dice su esposa y él refunfuña.


    En su lugar de origen, un  poblado del norte del país, hay un calor impresionante,  los abanicos, los ventiladores, los aires acondicionados están encendidos día y noche; las personas  que tienen en sus casas  estos aparatos, evitan salir de ellas.  Hay otros que carecen de ellos y entonces van a los establecimientos que  les  brindan un ambiente fresco.  Eso lo sabe bien Jorge, y por eso, en sus restaurantes  incrementó  la eficacia de sus ventiladores,  además ofrece a la clientela bebidas refrescantes y para todos los gustos, hay desde simples limonadas hasta sofisticadas bebidas  preparadas con mezclas de fruta, licor y hielos.
   En uno de esos locales, el ubicado en el centro de la población, se habían suscitado algunos problemas desde hacia algún tiempo, uno de sus empleados se portaba déspota con la clientela,  sus formas de  respuesta a los parroquianos distaba mucho de ser la ideal en un establecimiento comercial.  Las personas que iban por primera vez, quedaban con tan mala impresión del lugar, que preferían ir a otro aunque  careciera de la calidad y la frescura del sitio.  Además, uno de los ventiladores se había averiado y requería  de compostura o cambio.
    Esta mañana, Jorge  se alistó para ir  a supervisar  el  restaurante del centro, se afeitó y vistió con una camisa  blanca y ligera, también se puso sus gafas oscuras para evitar que el sol  lastimara sus ojos.
--Bueno, vámonos—dijo a la pequeña  Rosario, la menor de sus hijas que tenía apenas año y medio  de edad..
Rosario lo miró y respondió a sus palabras extendiéndole los brazos.  Él  la cargó, hizo unos cariños a la nena, tomó la pañalera y sus llaves y abordó después  la enorme camioneta que le servía no sólo para transportar a la familia, sino para llevar las cargas de fruta, verdura, carnes, bebidas y otros alientos  y repartirlos en sus restaurantes..

   Como  es natural, la bebé fue colocada en una silla que yacía en el asiento trasero y que sirve para que los bebés vayan protegidos.
--Bueno, querida, vámonos  a la escuela—le dijo mientras  abrochaba el cinturón para que la niña fuera protegida en caso de un accidente.  Después, dio un beso en la frente de la niñita, cerró la portezuela y dio la vuelta a la camioneta.
   Abrió la portezuela del conductor, subió en el vehículo y comenzó a planear lo que haría durante el día:
   “Antes que nada, hablaré con Alfonso, es un encargado  poco amable con la clientela y así, por más calor que haga, no acudirán a refrescarse  siquera.  Después veré  el estado de los ventiladores, también tengo que preparar la instalación para el aire acondicionado, entonces tendré que llamar a un técnico.  Espero que no ma salga muy caro, si es así, tendré que aplazarlo para aprender a hacerlo yo mismo”.
   Mientras tanto, la bebé se había quedado dormida; el calor, la vista de las casas que se iban sucediendo  una a una mientras el auto se  desplazaba, el movimiento del vehículo, todo  se conjuntó para hacder que los ojitos de Rosario  se cerraran.  Tal vez soñaba con un lugar fresco, con una visita al lago como la que tuvieron la semana pasada…
   Jorge estacionó su  camioneta, iba decidido a hacer todo lo que había pensado, descendió, cerró la portezuela de un golpe y se alejó apresurado hacia el local.
    Una, dos, cinco, siete horas después de haber entrado a aquél sitio, salió un hombre desaliñado,  agotado por tantas horas de trabao intenso pues Alfonso, el encargado,  había llegado  hacía apenas un par de horas.  “Me siento molesto, no es justo lo que hace Poncho, no se vale que se tome horas de descanso.  Qué bueno que se irá la próxima semana, ya  veré a quién contrato”.
   Se detuvo frente a su camioneta para sacar sus llaves y, como un relámpago  que ilumina momentáneamente la memoria, le vino a la menta la imagen de Rosario.  “Para acabarla, tengo que ir por la niña a la guardería”.   Introdujo la llave, giró y abrió la portezuela.
   Un grito de horror,  palabras ininteligibles  salieron de la boca de Jorge porque sentadita en la silla y con el cinturón se seguridad puesto, estaba su hijita dormida en un sueño del que jamás despertaría.