La mujer, que se llama Norma, seguía un
ritual diario, todo era monótono en su vida, según ella lo percibía. Estaba casada con un hombre rudo, con
recursos económicos pero que se sentía frustrado.
Raúl, el esposo, había ido por ella desde
hacía más de 30 años; le había ofrecido una vida mejor que a la que podía aspirar en su pueblo
jalisciense, Lagos de Moreno.
La cosa fue así, Raúl pensó que debía buscar
esposa pues ya tenía la edad suficiente y un trabajo estable, entonces decidió
que quería una mujer hermosa, como las de Los Altos. La conoció un domingo, platicaron en la
plazuela del pueblo y ambos quedaron prendados: él, de la belleza de Norma y
ella, de la caballerosidad de él.
Poco después de la boda, Norma y Raúl se conocieron
más y lo que descubrieron ambos es que él tenía una muñeca que ignoraba casi
todo y ella, que tenía un esposo que no era tan diferente a los hombres de su
pueblo porque era impositivo, mandón,
déspota y muy tacaño. Sin embargo, ella
se consolaba pensando que tenía comodidades que no habría podido alcanzar en su
pueblo natal.
Pasaron los años, Norma fue viendo cómo se
le iba la vida al lado de aquél hombre a quien había aprendido a apreciar en
los momentos agradables y a sentirse triste y atrapada en los largos tiempos de
tempestad.
Ahora, con 52 años a cuestas, con una
belleza marchitada por la amargura, Norma se pregunta qué pasará en el futuro,
pues el mayor de sus hijos casó con una joven de singular hermosura, como la
que ella tuvo.
A veces, intentando resignarse a la lejanía
de su hijo, piensa: “Tengo a Marcos y a Nicolás, pero uno de ellos está
lejos. ¿Acaso mi vida está terminada? ¿Para qué servimos las mujeres? Tenemos hijos, los criamos, los cuidamos y
procuramos, ellos crecen y se van.
Siento que tengo las manos vacías, no tengo motivos para continuar. De repente, recordó que en su calle vive una
antigua amiga, ambas eran jóvenes y sus hijos, de la misma edad, son
amigos. “Iré a ver a Raquel, ella podrá
ayudarme a pasar este trago amargo de abandono, porque me siento
huérfana”.
Raquel es menor que Norma, tiene 48 años
pero su hijo es de la edad del primogénito ausente, recién casado.
Tocó el timbre y al ver a su antigua amiga, sonrió. Ambas entraron en la casa, recordaron los
tiempos en que se encontraban en el parque, platicaban y veían a sus hijos
jugar. De repente, Norma preguntó:
--¿Qué haré ahora? Me siento desolada, paso por el frente de la
recámara de Raulito esperando verlo ahí, pero ya no está.
--Pues ocupar la recámara, ponle otros objetos, pero
respeta hasta donde se pueda los de Raúl, que ya es un hombre de 30 años que,
seamos sinceras, tardó más que nosotras para salir de su casa. Además, todos hemos hecho lo mismo, crecemos
y hacemos una vida. No te sientas mal,
busca en qué ocuparte. ¿Qué te gusta
hacer?
--No lo sé—respondió
Norma con un gesto de asombro—Nunca me detuve a pensar qué es lo que me
gusta. Mi vida es así, despierto,
preparo las cosas para mi esposo, él se va a trabajar y yo permanezco en la
casa, limpiando y lavando todo el tiempo; cuando termino, preparo la comida y
espero a que lleguen mi esposo y mis hijos.
Luego, la televisión y la cena… Debo decirte que es muy agotadora la
rutina, tanto que no me he preocupado por pensar qué me gustaría hacer.
--Pues comienza desde
ahí, piensa y atrévete. Seguramente tú
serías una buena protectora de animales, una buena repostera, una buena
estilista, una excelente capturista o todas ellas a la vez.
Las dos amigas se despidieron sabiendo que
pasarían de nuevo muchos años para volver a platicar porque ambas tienen vidas
diferentes, preocupaciones y ocupaciones distintas, pero en común el afecto
entrañable que les surgió en la juventud, cuando fueron madres jóvenes.