A EMILIO, MI HIJO
AUSENTE
No me gusta la
palabra muerte. Bien sé que su
significado se remite solamente a la falta de presencia corpórea, que él está
con nosotros y que seguirá cerca, junto y dentro de nosotros mientras estemos
en este mundo.
El vacío inmenso, el hueco de este espacio
sin su voz, sin sus pasos, sin su café y
sin su humo. .. No sé bien a bien qué
fue lo que pasó, solamente sé que fue una bofetada, un golpe seco y directo al
corazón el que recibí cuando me enteré de lo ocurrido. Nunca hubiera imaginado tal escenario: una
madre que se queda sin hijo.
Primero, dos meses y cinco días antes, mi
madre nos abandonó por el cansancio que le produjeron los años de vida… luego, unos
días después, la perrita consentida de mi madre… y dos meses más tarde, mi hijo…
De todas estas pérdidas, la que más duele es
la del joven. Mi hijo aún tenía muchos
sueños que alcanzar, metas que cumplir y logros que disfrutar en compañía de
sus hijos y de su esposa. No sé qué pasó
por su cabeza en esos momentos, no puedo imaginar lo que habrá sentido y
pensado pero lo que sí sé es que su alma, blanca como la mariposa que revoloteó
alrededor de mi cabeza, fue a despedirse y lo que más me duele es no haber
comprendido la señal.
Han pasado casi seis meses, yo no sé cómo he
podido sobrevivir a este suceso. La
verdad, cuando terminó septiembre me sentí aliviada, no había habido otro
fallecimiento cercano.
Lo recuerdo en todo momento, siempre está
conmigo y lo que hago, pienso o digo, lo hago con base en su recuerdo. No sé si esto sea sano para una mente, pero
lo es para mí. Sin embargo, cuando me
despierto, invariablemente lloro un poco.
La soledad, el abandono, el no escucharlos ni verlo es una realidad
aplastante para mí. Sin embargo, intento
tomar aliento y decirme que tengo una meta: esperar unos años más para llevarlo
a su reposo permanente, me refiero a su cuerpo porque él estará conmigo y con
todos los que le recordemos.
Suelo llevar cargas en mí, no puedo dejar de
sentirme triste aún porque hubo omisiones, palabras que no dije y que, tal vez,
debieron expresarse. Me hizo falta
tiempo para decirle que yo estaba para él, que podría contar conmigo siempre,
que lo amo profundamente, que daría cualquier cosa por él y que por su
felicidad hubiera sido capaz de cualquier acción. Pero el tiempo para él se agotó, no pude
hacer más que actuar para él, en una confusión y dolor inconmensurables, arreglar todo lo necesario para que él
tuviera una despedida digna. Estaba yo en una fase de incredulidad y
enojo. Incredulidad porque lo había
visto la noche anterior y de enojo porque, aunque no hago planes, no imaginaba
que mi vida cambiaría así, de un momento a otro, de forma tan radical. Me duele comprender y aceptar que mi vida, mi
familia y mi entorno se transformaron en tan poco tiempo. Ahora debo reiniciar con otras voces, otras
presencias, otros temas, otras acciones.
Pero continúo preocupándome por él, viviendo para cuidarle en su lugar
de reposo sin tener a cambio más que su recuerdo.
El cambio que observo en mis amistades es
que hay comprensión y aprecio, ahora lo
siento más, pero eso no compensa la ausencia y el dolor. Mi familia, que ahora es más reducida, me
muestra su cariño y yo lo aprecio y además, deberé conformarme con ello porque
sé que no volveré a ver a mi hijo, no volveré a platicar con él, no habrá más
bromas, bailes, preocupaciones . Lo que me hizo falta decirle ya no importa,
porque sé que él está vivo en otro plano, que está bien, que ya no sufre
dolores ni angustias, desasosiegos ni frustraciones, pero sé que tampoco tiene
la oportunidad de compartir conmigo sus anhelos, ambiciones, cariños ni cuidados.
Me conformo con saber que él sigue vivo y que dentro de unos años,
cuando mi cuerpo esté debilitado, yo podré volver a abrazarlo.