martes, 17 de agosto de 2010

La LOGSE es un desastre



La Logse (Ley Orgánica General del Sistema Educativo) es la ley que propugnó el
gobierno socialista de Felipe González para reformar la educación escolar y alargar la
enseñanza obligatoria de los 14 a los 16 años. El primer año de implantación progresiva de
la reforma fue el curso 1993-94. Hace por tanto más de diez años y las primeras
conclusiones del cambio pueden ser extraídas. Eso es lo que hace a continuación el
profesor Enrique Moreno Castillo que, a partir de su experiencia y de su conocimiento
detallado de la ley, nos cuenta el traspié que ha supuesto esta modificación para el futuro
de los escolares españoles.

Mi experiencia como profesor de instituto me lleva a hacer un balance francamente
negativo sobre la enseñanza actual. Creo que todo lo que ha producido la Logse, juzgado
desde un punto de vista de izquierdas, ha sido regresivo y pernicioso, y que la enseñanza
secundaria, al menos la pública, se halla en una situación de colapso. (Quiero aclarar que
mi conocimiento se limita a lo que ocurre en Cataluña, aunque sospecho que no debe ser
muy diferente de lo que pasa en el resto de España). Antes de la implantación de la Logse,
la enseñanza pública competía en igualdad con la privada, de modo que muchas personas
que hubieran podido pagar un centro privado optaban por enviar a sus hijos al instituto.
Ahora ha cambiado. Mientras los centros públicos deben aplicar a rajatabla las pautas y
normas de la ley, con los lamentables resultados que veremos, los centros privados tienen
un cierto margen de maniobra que les permite soslayar algunas de sus peores
consecuencias. Esto ha producido una deserción masiva de la enseñanza pública por parte
de las clases medias y de los sectores intelectuales, los cuales, advirtiendo el desastre, han
optado, quizá con resignación, por la privada.

El abismo que se ha abierto entre los dos tipos de enseñanza es cada vez más hondo; la
mayoría de la población percibe que la enseñanza propiamente dicha es la privada,
mientras que los institutos han pasado a ser centros para clases modestas e inmigrantes,
además de para los hijos de esos pocos ciudadanos inasequibles al desaliento que, por
principios, persisten en su opción por la pública. Y esto, con ser grave, no lo sería tanto si
los institutos pudieran ofrecer una enseñanza digna, objetivo que se ha vuelto imposible.
Es curioso que, aunque parece que la mayoría de la población ha detectado este estado de
cosas, el discurso público actúa como si nada pasara y sigue hablando de espaldas a la
realidad. Los que tomamos parte de una manera directa en la enseñaza sufrimos esa
sensación un poco alucinante de experimentar una determinada situación y, al mismo
tiempo, oír opinar sobre ella a políticos y periodistas de una manera que nada tiene que
ver con lo que estamos viendo. Nunca se ha hablado tanto de la calidad de la enseñanza, y
pocas veces la enseñanza ha tenido un nivel más bajo. Nunca se ha hablado tanto de la
transmisión de valores morales en las aulas, y nunca las actitudes y los comportamientos
habían llegado a tal extremo de degradación y de envilecimiento.

Por poner un ejemplo concreto de este abismo entre la discusión pública y la realidad,
recordemos que, en las últimas elecciones, uno de los contenciosos entre el PP y el PSOE
fue el problema de los llamados "itinerarios", que el gobierno anterior pretendía imponer y
que el actual ha suprimido. Se trataba de hacer grupos especiales en cada curso con los
alumnos menos aprovechados y darles una enseñanza más encaminada hacia salidas
profesionales. Los medios progresistas protestaron contra la discriminación que suponía
esta medida. Probablemente los itinerarios no iban a resolver gran cosa, pero resulta un
poco absurdo hacer de ello un problema cuando, en realidad, no venían más que a dar
carta de naturaleza a lo que se viene haciendo desde hace años en la mayoría de los
centros y a lo que se seguirá haciendo sin duda en el futuro: distribuir a los alumnos de
cada curso en diversos grupos según sus niveles, no por otro motivo que el de hacer que la
enseñanza no sea del todo imposible. Los que clamaban contra la discriminación que los
itinerarios suponían, hablaban como alternativa preferible de los grupos de refuerzo o de
apoyo, que ya existen y que en realidad son prácticamente lo mismo que los itinerarios,
por lo que habría que considerarlos igualmente discriminatorios.

La discriminación que tiene lugar entre los alumnos de ESO es gravísima, pero nada tiene
que ver con lo que se estaba discutiendo. Se trataba de una pugna entre partidos, en los
que cada uno esgrimía una fórmula meramente verbal, sin relación alguna con la realidad.
No es demasiado alentador verse convertido en objeto arrojadizo cuando a ninguno de los
contendientes, que son en definitiva los responsables de la situación, le interesa gran cosa
el contenido de lo que se está dirimiendo, sobre todo si se tiene el convencimiento de que
detrás del ruido de la polémica, entre los políticos de todas las tendencias hay una tácita
unanimidad: todos defendemos la enseñanza pública, pero a mi hijo ni en sueños pienso
mandarlo a estudiar a un instituto; todos defendemos los más extremosos presupuestos de
nuestra renovación pedagógica, pero ya me cuidaré de que me hijo disfrute lo menos
posible de esas maravillas.

Como se sabe, lo esencial de la reforma instaurada por la Logse consiste en que la
enseñanza, que hasta entonces era obligatoria hasta los catorce años, ahora lo es hasta los
dieciséis, y en que, además, esta enseñanza obligatoria es la misma para todos los
alumnos. La antigua enseñanza hasta los catorce se impartía en los centros de básica; los
alumnos que superaban la básica podían seguir el bachillerato, y los que no, podían entrar
en las escuelas de formación profesional. Ahora todos abandonan las escuelas dos años
antes y entran en los centros de enseñanza media a los doce, para estudiar los cuatro
cursos de la ESO.

Según el diseño original, al finalizar el primero de la ESO, todos los alumnos pasan
automáticamente a segundo. Si en segundo no alcanzan el nivel adecuado, pueden repetir
curso, pero sólo una vez. Finalizada esta repetición, sea cual haya sido su rendimiento,
pasan a tercero, curso desde el que se accede también automáticamente a cuarto, el cual, al
igual que segundo, sí que es repetible.
Una vez acabada la ESO, los alumnos que aprueben, por así decirlo, y obtengan el título,
podrán estudiar bachillerato o formación profesional, de acuerdo con su propia elección.
Los que no lo obtengan, finalizarán aquí su vida académica.

Este sistema plantea algunos problemas gravísimos. La enseñanza no sólo ha de ofrecer a
los alumnos un conjunto de saberes y hábitos intelectuales, sino que tiene también que
crear los incentivos para que los estudiantes se interesen por los contenidos que se les
proponen y se animen a realizar el esfuerzo necesario para asimilarlos. La Logse obliga a
todos los ciudadanos de doce a dieciséis años a ingresar en las aulas, pero les priva de
todo acicate y estímulo. Si el alumno de primero se desinteresa de los estudios y no se
esfuerza en absoluto, no importa, pasará de todas maneras a segundo. Si en segundo hace
lo mismo, tampoco importa: basta que vuelva a cursar segundo, y durante ese tiempo sí
que ya es irrelevante lo que haga, pues el paso a tercero está garantizado. Recuerdo un
grupo de segundo que impartí hace un par de años en el que predominaban los
repetidores. Naturalmente, la mayoría no sólo no hacía absolutamente nada, sino que
muchos faltaban con frecuencia a clase y algunos ni se presentaban a los exámenes. Lo
grave es que, dadas las premisas demenciales del sistema, yo acababa por comprenderlos
y estar de acuerdo con ellos. 

¿Por qué presentarse a un examen, si de todas maneras se va
a pasar de curso?

Lo único que en el sistema actual puede animar a un alumno a que estudie y aprenda es el
resultado final de la ESO: obtener el título a los dieciséis años. Pero para un chico de doce
lo que ocurrirá cuando tenga dieciséis es parecido a lo que supone para un hombre de 30
lo que le sucederá cuando tenga 90. Por eso se crea una primera diferencia social muy
visible: los alumnos de familias con cierto nivel cultural o al menos con algo de buen
juicio, que transmiten a sus hijos la necesidad del estudio, y los que proceden de familias
con más despreocupación en este terreno, los cuales van a las aulas obligadamente pero
con el convencimiento de que allí no vale la pena hacer nada.

Naturalmente, el ideal de cualquier enseñanza sería que el incentivo fuesen los contenidos
culturales mismos. Todo profesor desearía que los alumnos se entusiasmaran por el
interés intrínseco de los saberes que intenta transmitirles. Y sin duda, la tarea pedagógica
consiste en conseguir que resulten lo más atractivos e interesantes posible, y en contagiar
el entusiasmo y la pasión que, en su caso, pueda sentir el profesor por aquello que enseña.
Sabemos también que si el deseo de aprobar es el único aliciente de una asignatura árida y
tediosa, no será suficiente para mover a los estudiantes. Pero montar toda una enseñanza
partiendo de la base de que todos los profesores sabrán convencer a todos los alumnos
para que se apasionen por todas las asignaturas es algo destinado al fracaso. Pensar que
unos chicos de doce, trece o catorce años van a realizar un esfuerzo de aprendizaje y van a
imponerse una disciplina de estudio por puro y desinteresado amor al saber es
sencillamente delirante.
Los estudiantes entran en los institutos para cursar la ESO. Unos tienen una formación
previa mejor y otros peor. Unos vienen animados por cierta curiosidad o inquietud
cultural, gracias a sus familias, a sus anteriores maestros o a lo que sea, y están decididos a
sacar partido de la enseñanza. Otros no tienen ningún deseo de hacerlo. Algunos están
interesados en acabar la ESO y en proseguir estudios superiores; otros contemplan el final
de la ESO y el cumplir los dieciséis años como la liberación de una condena.

Pues bien, se ha organizado una enseñanza en la que todos estos alumnos, juntos y al
unísono, deben asistir a las clases, pero, como hemos visto, no tienen obligación alguna. Si
trabajan y se esfuerzan, bien. Si no lo hacen, también. Si su comportamiento es respetuoso
y civilizado, estupendo. Si son violentos, maleducados e irrespetuosos, qué se le va a
hacer. Nada en su trabajo y en su comportamiento ofrecerá, propiamente, resultados.

Hagan lo que hagan, no pueden ser expulsados, porque esta enseñanza es obligatoria y no
son ellos ni sus padres los que han decidido su presencia en las aulas, sino la
administración, representada, visiblemente, por los profesores. Es decir, que estamos
educando a los ciudadanos desde los doce a los dieciséis en la más absoluta
irresponsabilidad. Se habla más que nunca de la transmisión de valores; pero sabemos que
las ideas y las actitudes morales no se transmiten por adoctrinamiento, sino por contagio.
El que los alumnos sean educados en la solidaridad, el espíritu crítico y las actitudes
democráticas, no es sino un piadoso deseo si estos valores no están emanando de las
formas de vida colectivas y de las estructuras organizativas de los centros de enseñanza. Y
en este sentido nuestra enseñanza está montada sobre dos "valores": la indolencia y la
impunidad.

Si quieres, no aprendes

Si el alumno, desde los doce años, decide que no va a atender un segundo en clase, que no
va a abrir un libro, que no va a hacer los deberes ni una vez, y que no va a aprender nada,
seguirá pasando de un curso a otro como si tal cosa. No es de extrañar, pues, que muchos
tomen esta decisión. Supongo que cualquier lector ajeno al mundo de la enseñanza podrá
imaginarse lo que representa encontrarse en cuarto curso de la ESO con un hombretón de
diecisiete que no ha asimilado en absoluto los contenidos de las matemáticas, de las
lenguas ni de la historia desde primer curso.
En cuanto a los comportamientos, ocurre lo mismo, sólo que el problema es mucho más
grave. De hecho, el mensaje que el sistema educativo transmite a los alumnos de ESO es
que respetar al prójimo es moralmente mejor que no hacerlo, pero que la elección es cosa
suya. Si decide, por el contrario, insultar a los profesores, amenazar a sus compañeros,
boicotear la clase, destruir el material escolar o dedicarse directamente al robo y a la
intimidación, qué le vamos a hacer. Claro que se le pueden proponer consideraciones de
orden ético, se pueden comunicar los hechos a sus padres, incluso se le impondrán
pequeños castigos simbólicos que probablemente no le dará la gana de cumplir.

 En cualquier caso, lo importante es esto: nada de lo que haga tendrá consecuencias para él,
aparte de que irá consiguiendo cada vez mayor protagonismo. En definitiva, para educar a
nuestros futuros ciudadanos hemos creado un territorio sin ley que, por razones obvias, es
generador de violencia. La vida diaria de los institutos se ha convertido en una sucesión
de incidentes, pequeños delitos, actos vandálicos, groserías. Quienes desempeñan cargos
directivos han quedado casi al margen de toda tarea pedagógica, sobrepasados por los
asuntos disciplinarios. Por otra parte, la mayoría de los profesores se ha resignado a recibir
un trato humillante, o bien a actuar con una dosis de violencia verbal que los convierte en
perpetuos energúmenos, cosa tampoco demasiado agradable.

Por mi parte, debo confesar que lo que más me descompone es tener que admitir que a
cualquier compañera que intente poner un poco de orden en la clase se le pueda responder
"que si no dejas de joder te vamos a romper el coño" o que cualquiera de nosotros pueda
ser amedrentado con insultos y amenazas equivalentes. (No es necesario que los que
defienden el sistema actual se interroguen sobre si hechos como éstos suceden realmente;
basta que se pregunten si, a partir de los principios que propugnan, podrían no ocurrir).
Con este panorama, cualquiera comprende que el oficio de profesor de enseñanza media
ha pasado de ser algo complejo y laborioso a ser sencillamente horripilante.

Pero esto no es lo peor. A pesar de todo y por la maravillosa capacidad de supervivencia
de la especie humana, aún hay quien en estas circunstancias enseña algo, hay quien
aprende, hay alumnos que parecen encontrar en el estudio un medio de mejora; con
muchos más obstáculos de lo que sería deseable, en medio de conflictos innecesarios y,
desde luego, dejando en la cuneta a muchos que, en circunstancias propicias, conseguirían
bastante más. Hay sin embargo un pequeño porcentaje de alumnos que no aprenden
absolutamente nada. La ideología que rodea a la ESO gira en torno al principio de que el
sistema debe concentrar todas sus energías sobre los más desfavorecidos en el terreno
intelectual, de que hay que buscar las causas del fracaso escolar de cada individuo y atacar
el mal en su raíz. Los psicólogos y los psicoterapeutas tienen aquí su lugar fundamental en
la enseñanza. Y este deseo de sacar del atolladero a los que se encuentran en una situación
inicial adversa no merece sino la más fervorosa adhesión.

Si se consigue abrir la mente de un niño que sin esa mediación se hubiera quedado al
margen de la enseñanza y de la cultura, el favor que se le ha hecho justifica todos los
esfuerzos. Pero ahora pienso en los chicos que llegan a los trece o catorce años y, a pesar
de todo, no consiguen llegar al nivel mínimo. No me refiero al alumno mediano, que va
aprobando a trancas y barrancas, y que entre suspensos provisionales y aprobados
misericordiosos consigue terminar unos estudios secundarios; ni tampoco al que,
empujado por el ambiente general, se desinteresa completamente de todo. Hablo ahora de
esos dos o tres alumnos que hay en cada grupo que no se enteran absolutamente de nada;
que a la hora de cualquier examen sólo pueden presentar un papel en blanco; que no
pueden de hecho atender a ninguna explicación o realizar ningún ejercicio porque llevan
un retraso de años con respecto a sus compañeros.

¿Sabe usted ruso?

Para hacernos una idea de cómo es la vida de estos muchachos, pensemos que se nos
condena a asistir a una conferencia en ruso de una hora. No sabemos ruso y no nos
enteramos. Pero a esa conferencia sigue otra y luego otra, hasta cinco o seis, todas en ruso.
Imaginemos que al día siguiente ocurre lo mismo y que se nos anuncia que éste va a ser
nuestro futuro en los cuatro años sucesivos. Resulta que nuestros compañeros sí que
parecen saber ruso, y da la impresión de que se enteran de lo que se les dice y actúan en
consecuencia, mientras que nosotros estamos al margen. Algunos de los conferenciantes se
dirigen a nosotros con actitud amable y nos dicen que la cosa no tiene importancia, que en
el fondo todos somos iguales, pero que a ver si hacemos un esfuerzo por aprender ruso.

En algún momento uno de ellos pierde la paciencia y nos echa en cara, con cierta acritud,
nuestra ignorancia del ruso. Mensualmente llegarán notificaciones a nuestra casa
informando de lo poco que adelantamos. Acaso seamos conducidos ante un cariñoso
psicólogo que nos preguntará diversas cosas, especialmente por qué no sabemos ruso, y
nos dará un diagnóstico, vago y confuso, pero del que se desprenderá que lo que pasa es
que no sabemos ruso. Quizá ocurra que nosotros nos aburramos un poco con esta vida, y
se note que estamos distraídos, o acabemos dando muestras de impaciencia, molestando a
los que sí se están enterando. Entonces recibiremos una reprimenda, alguien nos pegará
un grito.

No creo que haya que hacer excesivos esfuerzos para imaginar la situación de pesadilla en
la que se encuentran esos dos o tres alumnos que tenemos en cada grupo y que deben
permanecer allí para pasar al curso siguiente porque tenemos un sistema de enseñanza
que no discrimina a nadie y ante el cual todos somos iguales.

Ocurre a veces que ese alumno cuyo caso estamos describiendo alegóricamente pero que
no estamos exagerando tiene la suficiente madurez psicológica o la mansedumbre como
para aceptar con resignación las cosas. Pero no es esto lo habitual; un chico de trece o
catorce años sometido a este régimen de vida se sublevará. En primer lugar, por mucho
que se le quiera edulcorar la situación, se sentirá inferior y marginado; empezará a
despreciarse y a odiarse a sí mismo y empezará a odiar a los demás. Nosotros, desde
fuera, vemos su situación como algo contingente y circunstancial, pero para él el centro de
enseñanza constituye su universo, es el lugar donde establece sus relaciones, el sistema de
obligaciones con cuya medida se le juzga y el ámbito en donde empieza a apoderarse de sí
mismo y a constituirse como persona. Es terrible conocer a un alumno que a los doce años
es un niño normal y apacible, sólo que incapaz de aprendizaje académico, y encontrarlo
dos o tres años después, con la sonrisa torcida, la mirada cínica y completamente maleado.

Esos alumnos que han vivido su etapa escolar con el sentimiento de inferioridad, la
rebeldía y el odio, están ya asumiendo su condición de marginales; llegarán a los dieciséis
años sin haber aprendido nada de lo que se les ha pretendido enseñar y sin saber nada de
lo que sí podrían haber aprendido. Como es inviable darles el título, son puestos
directamente en la calle, sin posibilidades de acceder a una enseñanza profesional y
lanzados a un mundo laboral para el que no tienen preparación. Naturalmente, durante
los años de la ESO la mayoría no han aprendido más que a sublevarse contra los
profesores, y a vengarse de su situación con pequeños delitos. Estos alumnos marginales
tienden a agruparse y a asociarse entre sí, y a constituir bandas. La primera fechoría que
normalmente se les ocurre llevar a cabo es intentar extorsionar a los más pequeños.

(Pensemos que para un muchacho de doce años, uno de catorce es un adulto temible). El
que en casos como estos, en los que se impondría una decisión drástica, el profesorado se
vea obligado a contemplar las cosas impotente y medroso, es uno de los hechos más
dolorosos de la vida en los institutos.
Ya sé que en algunos otros países de nuestro mismo nivel de desarrollo el panorama es
semejante. Esto consuela poco, sobre todo teniendo en cuenta que en España hemos
copiado sus sistemas cuando allí ya habían mostrado sus efectos desastrosos. Si no
queremos resignarnos a que nuestra enseñanza sea cada vez peor y a que los institutos
sean generadores de ignorancia y violencia, es necesario cambiar algunas cosas
fundamentales antes de que la situación, como en Inglaterra o los Estados Unidos, sea
irreversible. En primer lugar, es necesario crear unos estudios paralelos (no los actuales
cursos de refuerzo, llámense o no itinerarios) sino unas enseñanzas profesionales dirigidas
a aquellos alumnos que no pueden o no quieren cursar una enseñanza académica, que les
ofrezcan unas armas para desenvolverse laboralmente y sobre todo que les sirvan para
sentirse reconciliados consigo mismos. 

En cuanto al resto, estoy convencido de que un alto
porcentaje de la población puede cursar con provecho una enseñanza secundaria, con tal
de que se plantee de manera organizada y con rigor. Hay que considerar el acceso a la
cultura como un derecho de todos, pero no se puede plantear ningún derecho, y menos en
relación con la educación, que no lleve equiparado algún deber. No se debe subvencionar
con plazas escolares el vandalismo y la delincuencia; los alumnos que cometan
infracciones graves o que practiquen un boicot sistemático deben ser expulsados de los
centros. Si no se les exige una determinada respuesta, sino sólo un tiempo de estancia, los
jóvenes sentirán los colegios como cárceles, y los padres se dirigirán a los profesores no
como a quienes colaboran con ellos en la educación de sus hijos, sino como los
representantes de una administración que les ha impuesto una obligación que no les
incumbe. Y por último, debe considerarse necesario que para pasar al curso siguiente haya
que superar un determinado nivel en el anterior. 

Es absurdo convalidar un año de trabajo y estudio por dos de desinterés y vagancia. La idea de que el alumno debe ir pasando de curso, independientemente de su rendimiento, puede ser válida cuando tiene seis o siete años, pero llevarla hasta los umbrales de la vida adulta es demencial.

Los profesores que empezamos a dar clase en la época de la transición pensábamos, con
entusiasmo juvenil, en la capacidad de la enseñanza para transformar la sociedad dando
acceso a la cultura a las clases más desfavorecidas. Soñábamos con una enseñanza
democrática pero no por ello devaluada; con una enseñanza igualitaria que fuera la savia
cultural de la sociedad y que actuara como un fermento de pensamiento crítico. Y
pensábamos que esta era una de las tareas fundamentales de los gobiernos de izquierda.

Treinta años más tarde, en los últimos tramos de nuestra carrera, nos encontramos con que
esta izquierda ha creado una enseñanza discriminatoria, que consagra la segregación de
las clases bajas, y que se encuentra sumida en el desorden, la inoperancia y la degradación.

ENRIQUE MORENO CASTILLO es Profesor de lengua española y literatura en el
Instituto Emperador Carles de Barcelona