Cecilia recordaba el tiempo
en que quedó discapacitada, había sido todo un sueño amargo, pero ella lo
calificaba como agridulce, pues tenía la fortuna de poder desplazarse, pensar,
comunicarse y reiniciar sin tomar en cuenta lo pasado a excepción de lo que le
había sido de provecho; tenía la oportunidad de mejorar en los roles que había
desempeñado en forma superflua, sin plena conciencia de lo que hacía.
Recordó que el
ingreso a la escuela de ciegos y débiles visuales fue un triunfo, pues los
requerimientos eran muchos y las visitas a la escuela eran constantes pues cada
vez había que tramitar algo diferente.
Cuando por fin
logró ser considerada como alumna, inició una experiencia totalmente diferente
en la que ella nunca había pensado. Nunca se había detenido a pensar en las
personas que carecen de algún sentido o función.
Ubicada en el Centro
Histórico del D.F., en un antiguo templo católico, la escuela era amplia, tenía
dos escaleras a las que los alumnos identificaban como "las escaleras
rugosas" y "las escaleras lisas".
Para ella, joven
y entusiasta, el manejo del bastón le parecía un juego, se sentía feliz y se
aventuraba a realizar nuevas actividades, siempre retando su habilidad.
Recordaba
también a sus amigos, Constancio, Hilaria, Primitivo, Georgina, Julia.
Cecilia
recordaba y mientras lo hacía, pensaba que además de haber aprendido lo más
importante para su rehabilitación había conocido el humor de los ciegos, que
cada vez que era necesario, se burlaban de sí mismos y de su situación.
Eso, creía, había sido punto de partida para su compensación positiva.