En el grupo de Roberto había un muchacho, Rafael, de 17 años que había perdido dos años de escuela por situaciones económicas, esto es, porque sus padres habían tenido una mala racha y él se vio precisado no solamente a abandonar la escuela, sino a apoyar en el cuidado de la casa mientras los padres iban a trabajar.
Desde el primer día en que las miradas de Roberto y Rafael se encontraron, existió una identificación plena. Ambos compartían intereses, gustos, rechazos, preferencias, diversiones, inquietudes, etc.
--Hola, querido Rober. ¿Vamos al cine después de la escuela?—preguntó un día Rafael.
--Oh, sí. ¿Qué iremos a ver? ¡Me emociona tanto ir al cine, y además, CONTIGO!—respondió Roberto.
Eso ocurrió hace algunos meses, y a partir de ese momento, los dos muchachos se hicieron inseparables, a donde iba uno, iba el otro, lo que comía uno, lo comía el otro.
Rosario, la mamá de Roberto había notado un cambio en su hijo, ya no quería apoyar en las labores domésticas, tampoco estudiaba como se había hecho costumbre, pero sí estaba siempre dispuesto a salir a la calle para hacer los mandados familiares, buscaba pretextos para estar afuera y regresaba hasta las 22:00.
Rigoberto es el papá de Rafael, hombre rudo cuyo carácter se formó en el trabajo diario, pues su actividad se desarrolla en la industria de la construcción.
A las 23:30 del día 6 de enero, los padres esperaban a Roberto, que se había ido desde temprano con Rafael.
--¿Qué le pasa a este muchacho? ¿Qué tiene que andar tanto tiempo con el joto ese?—dijo Rigoberto con los ojos encendidos de furia.
--No sé, pero debes hablar con él. Mira que a mí no me hace caso, ya me cansé de decirle que los vecinos andan diciendo que él también es marica. Y todo por ser bueno y comprensivo. Yo creo que le cae bien porque lo siente indefenso—contestó Rosario.
--Sí. Cuando entre a la casa me va a escuchar. Y tú, prohíbele que se junte con maricas, tal como lo haré en cuanto pase por la puerta.
La escena que se desarrolló cuando llegó Roberto fue bastante violenta, los prejuicios paternos, los reproches maternos, la rebeldía y homosexualidad del joven fueron causa y efecto de gritos y golpes.
Al día siguiente se reiniciaron las clases en la secundaria, Roberto se sintió feliz porque, aunque tenía la prohibición familiar para ver a Rafael, tendrían las horas de escuela para estar juntos.
--Hola, mi Rober. ¿Qué te pasó? ¿Quién te lastimó la cara?—preguntó Rafael mientras tocaba el rostro tumefacto de su amado.
--Mi papá. Me pegó por andar contigo. Ya no quiere que nos veamos, pero no podrán separarnos, ¿verdad, amor?
--Claro que no, chiquito. Ten confianza en mí, voy a pensar de qué manera podemos solucionar esto.
Pasó una semana, Roberto se portaba adecuadamente dentro de la casa, colaboraba con la familia, atendía a las instrucciones maternas y las imposiciones paternas, cuidaba a sus hermanitas.
Unas semanas después de haber cambiado sus actividades, Roberto y Rafael se sentían desesperados. Querían volver a estar juntos todo el tiempo, extrañaban mutuamente la voz del otro, las manos del otro, los besos del otro, los abrazos y las caricias del otro.
--Roberto, mi amo. Ya pensé lo que podemos hacer para que nadie nos separe y podamos estar juntos para siempre.
Emocionado, Rafael abrió mucho los ojos, alisó su cabello y puso mucha atención.
--Mira, se vive mucha inseguridad. Podemos fingir un secuestro y nos vamos a vivir a otro estado del país.
Roberto dio un salto, nunca se le hubiera ocurrido un plan así.
--Oye, pero no es peligroso mentir en eso?
--No, mira. Yo me disfrazo y nos quedamos de ver en un lugar, por ejemplo, aquella avenida. Llego con un taxi y bajo por ti.
--Bueno, pero tenemos que llegar a un sitio.
--Sí. Tengo un dinero y ya compré los boletos. Paso por ti y nos vamos a la estación de autobuses. Una vez en el camión, seremos felices, nos tendremos el uno al otro para siempre. Los boletos son para mañana a las 12:00. Paso por ti a las 10:45.
Eso fue lo que se dijo con palabras, pero los dos jóvenes estaban felices, ambos comenzaron a imaginar lo que harían una vez que estuvieran juntos, despertar juntos cada mañana, pasear tomados de la mano y todas las cosas que compartirían. Se despidieron con un abrazo y un beso que sellaba el pacto y confirmaba el plan.
Al día siguiente, a las 10:45, Roberto estaba listo, muy erguido en la avenida. Casualmente, su mamá había salido de la casa y estaba observándolo. Vio que descendía un hombre vestido de mujer de un taxi y pensó: “Qué fachas. No le vaya a hacer algo a mi hijo”, cuando, de pronto, reconoció al travesti. También observó que su hijo daba un beso al otro, que le abría la portezuela del coche.
--Alto. Joto, no te lleves a mi hijo. Maldito.
--Vámonos—gritó Roberto sin voltear hacia su madre.
Rafael, trastornado por la emoción y el error en la ejecución de su plan, sacó de la bolsa de mano un revólver y disparó: pum, pum, pum.
Mientras la mujer caía muerta en la acera, los dos muchachos subieron al taxi y ordenaron que los llevara hacia un lugar de la provincia. Llevaban a Juan, el taxista, encañonado. El taxista no se atrevió a emitir sonido alguno, pero iba aterrado.
Una semana después de aquél suceso, los jóvenes estaban instalados en una pequeña habitación de una casa de huéspedes. Ambos estaban tranquilos porque, según ellos, habían defendido su amor.
Sonó el timbre, un individuo preguntó por Rafael y entró, la dueña de la casa fue a llamarle:
--Rafa, te buscan. ¿Ya se levantaron?
--Sí, gracias.
Rafael se alisó el cabello, se miró al espejo y dijo a Roberto:
--¡Qué raro! No tengo idea de quién pueda ser. Nadie sabe que estamos aquí. Voy a ver, tú espérame aquí.
Al llegar a la sala, Rafael fue esposado y detenido por el agente policial y Roberto, que se encontraba en la habitación esperando, recibió la visita de otro policía que le dijo:
--Órale, joto, vámonos al infierno. ¿No estuviese de acuerdo con que mataran a tu madre?