martes, 14 de junio de 2011

Piedad y Angel

Piedad, mujer joven y con una larga vida, había rechazado a su tercer vástago, lo había odiado desde el momento en que se dio cuenta que lo esperaba. Hacía 9 años había intentado quitarse de encima a aquél que, estaba segura, sería un lastre gigantesco. Piedad casó a los 18 años con Justo, quien la sedujo con halagos y detalles. Al poco tiempo de aquel suceso, Justo comenzó a frecuentar compañías poco adecuadas, salía a tomar cerveza en las esquinas y a buscar la compañía de mujeres menos agraciadas pero más intrépidas.

Para el tiempo en que las cosas estaban peor entre ellos y después de dos hijos, ella confirmó su duda: estaba embarazada. No podía permitir otra vida, otro destino que, indudablemente, transformaría el propio. Tomó unas pastillas, bebió un té, golpeó su vientre, pero nada, Ángel, que así se llamaría el producto cuando nació, se aferraba a la vida, quería ser a pesar de todo. Cuando vio la luz, Ángel no fue visto por su madre, Piedad cerró los ojos y se rehusó a pasar la mirada por la carita tumefacta e hinchada, no quiso cargarlo, tampoco protegerlo ni acariciar su rostro… Pasaron los años, Ángel era un niño rebelde, latoso, travieso al extremo y Piedad, una madre poco tolerante. La razón era sencilla, se justificaba ella misma, no lo había querido, no lo había deseado, no lo había esperado, ni siquiera imaginado cuando, a pesar de su deseo, nació. Al llegar a los 8 años, Ángel había vivido ya varios episodios que muchos adultos jamás han experimentado: el maltrato escolar, el rechazo y repudio parental, la pobreza, el hacinamiento y el dolor de los golpes, además del abandono consuetudinario. “Mami, ¿Me quieres?”, solía preguntar a Piedad cuando ella lo visitaba en la casa de la abuela paterna y Piedad siempre respondía con voz lejana: “Sí”. Cierto día, después de haber reflexionado acerca de su destino, Piedad sintió un halo de arrepentimiento: “Ángel no tiene la culpa, todo se debe a nosotros”, pero de inmediato se dijo: “De todas maneras, él no debió nacer”. Por su parte, Justo había vuelto a casar, ahora era padre de dos hijos más con la nueva esposa y tenía a su cargo, la crianza de dos hijos de su cónyuge. Ángel decía: “No me quiere, prefiere estar con sus hijos y con los de su esposa”. Piedad se peinó, tomó su bolso y se dirigió al lugar donde vivía su antigua suegra. Tocó la puerta de la casa, abrieron y entró. Silencio. Se sentó y esperó en silencio. De repente, una figura pequeña se asomó y los ojos brillaron, fue como si Piedad tuviese una luz interior que iluminara todo. Ángel dio un grito de gusto: --¡Mami, ya viniste! --Sí, Ángel. Te voy a llevar conmigo. --¡Bravo!—dijo el niño mientras chocaba sus palmas animosamente. --Ve por un suéter. --Sí. Eso fue lo último que se dijo, la mujer tomó de la mano a Ángel, caminaron varias calles, atravesaron un parque en silencio y llegaron a la casa. Ahí, ella se dirigió a la cocina, giró las perillas de la estufa y abrazó a su hijo.