martes, 16 de agosto de 2011

EL DOLOR DE MARIANELA


Siempre se había sentido orgullosa de su nombre, era el título de una novela de la época de oro de la literatura española.  Cuando joven, Marianela soñaba con un destino diferente al de la protagonista de la obra, pues ella tenía una realidad  opuesta: vivía en un barrio de categoría en una provincia, estudiaba el bachillerato y su círculo de amigos era selecto.  
   Marianela, a fuerza de admirar la literatura hispana, había adquirido habilidades para redactar  todo lo que imaginaba, tenía una “pluma” excelente para describir  escenas, sucesos, sentimientos y acciones a tal punto, que entre sus amigos era conocida como “Pluma de oro”.
   Al cumplir los 19 años, interrumpió su vocación para dar pie a una nueva y recién aparecida labor: ama de casa.   Marianela estaba embarazada y, como miembro de una familia conservadora, decidió abandonar  las letras y sumergirse en la aventura del matrimonio.
   Pablo, que así se llamaba su esposo, era un poco mayor que ella, se dedicaba a los negocios y tenía un futuro promisorio.  Ambos hacían bonita pareja, según les decían sus allegados.
    Al llegar el primogénito de la venturosa pareja,   el médico dijo:

--Señora, felicidades, tuvo usted un bebé hermoso.

   Unos meses después,  Marianela notó que su bebé, que había conseguido ya tomar los objetos y colocarlos en otro lugar,  ya no podía localizar las cosas, que se orientaba  solamente por el sonido emitido personas o producido por el choque o manipulación de  cosas.  Lo llevó al pediatra y éste le comunicó que seguramente el niño estaba desanimado, que debería procurar darle más experiencias.

   Marianela quedó embarazada nuevamente.  Pablito, su primogénito, tenía ya un año de edad y tenía una talla muy pequeña;  como el niño rechazaba muchos de los alimentos que ella le daba, estaba segura que a eso se debía el retraso en su crecimiento, además, Pablito presentaba torpeza motriz, pero ella desconocía qué era lo que el menor debía hacer de acuerdo a su edad.



   Cuando nació su segundo bebé, al que llamaron Benito, tuvo una experiencia similar: las felicitaciones de todos los familiares y conocidos,  el lío con la organización de los tiempos de alimentación,  el cambio de pañales, la visita mensual al pediatra y, además, su  labor como esposa.
--Lo bueno es que tengo el servicio de la niñera y de la que hace la limpieza de la casa.  Si no, ya hubiera enloquecido—dijo en una ocasión a su madre.

   Pablito había cumplido  ya dos años y Benito tenía cinco meses,  ella decidió cambiar de pediatra porque veía que sus hijitos, en lugar de evolucionar y desarrollarse, presentaban  síntomas y conductas inusuales, por ejemplo: Pablito continuaba rechazando la comida, aunque ésta fuera variada y suculenta, además de que ya no caminaba; y Benito, que ya había logrado reconocer los alimentos y a las personas cercanas a él, se mostraba  indiferente ante  cualquiera de ellos. 
      El médico, de edad madura y por ello, seguramente con gran experiencia, había recomendado la aplicación de análisis para observar  el funcionamiento metabólico de los infantes y el día de hoy, a las 9:00 de la mañana, tenían  la cita para recibir las indicaciones relativas a la crianza y, en caso de ser necesario, medicamentos que habría que administrar.

   Marianela  llevó a los pequeños en una carriola doble, muy arregladitos, Pablo llevaba un trajecito azul y un babero  del mismo color, pero con una tonalidad más tenue;  Benito iba vestido con un comando color beige y un babero amarillo.  Cuando estuvieron dentro de la carriola, Marianela los miró y dijo:
--Ya vámonos, mis angelitos.

   A las 10:00 salió de la Clínica, iba con la cabellera revuelta como si un fuerte ventarrón la hubiese despeinado, tenía la mirada perdida y una expresión de dolor profundo.

   De nuevo en su casa, Marianela desató el cinturón que resguardaba a sus vástagos, los sacó  y colocó en la alfombra de la sala.  Dijo a su empleada:
--Victoria, por favor, pon a llenar la tina.
--Sí, señora.

   Mientras tanto, tomó a sus dos  bebés entre sus brazos y subió las escaleras hasta llegar a la enorme cama de su recámara.  Ahí estuvo con ellos, jugando, abrazándolos, haciéndoles cosquillas y besándolos.
   Se abrió una puerta y Victoria dijo:
--Ya está listo, señora.  ¿Necesita algo más?
--No, gracias.

   La muchacha salió de la habitación;  Marianela vio a Pablito, quitó su babero y su trajecito azul, a Benito lo liberó del babero y del comando beige, ambos tenían pañal.  Con cuidado, despegó las cintas que  sujetaban aquella superficie mojada y, por último, ella se desnudó.  Tomó a los niños entre sus brazos, así que solamente quedaron sobre la cama la ropa y un sobre con el resultado de los análisis. 
   Marianela atravesó el marco que separa la recámara del baño,  se introdujo en la tina y se hundió con sus hijitos en brazos.

   Pasaron las horas, no había ruidos en la casa.  A eso de las 6:00p.m. Llegó Pablo, estaba agitado por la intrigra: “Qué le habrá dicho el doctor?  Ojalá que mis niños estén bien”.
   Entró en la sala y dejó unos juguetes y un collar que había comprado para celebrar la noticia, cualquiera que fuera.
--Marianela, ya llegué—dijo con voz fuerte.
   Victoria salió de la cocina y dijo:
--Buenas tardes, señor.  La señora está en la recámara.
--Gracias.
   Se apresuró a subir y al entrar en la habitación, vio un montón de ropa sobre la cama y un sobre, que abrió y leyó con detenimiento.   Lo aventó y lloró,  lloró porque sus hijos tenían galactosemia y estaban condenados a vivir  con las posibles discapacidades que acarrea esa alteración.  De repente, comprendió la razón del silencio y miró de nuevo a su alrededor: la ropita de sus hijos y la de su esposa, pero no los escuchó.  Entonces, se levantó estrepitosamente, abrió la puerta del baño y presenció una escena de horror.