viernes, 9 de septiembre de 2011

UNA ESCRITORA FALLIDA


                                        

   Ana se propuso escribir.  Se sentía fatigada por el cúmulo de trabajo administrativo que debía cumplir: archivar documentos, hacer bitácoras,  tomar dictados, servir el café a los jefes, estar sonriente ante los sujetos que llegaban a la oficina para  negociar algunos trámites de la competencia de la gerencia del lugar, contestar los teléfonos, etc.
   Ana consideraba que tenía más potencial, solamente la había hecho falta  perseverancia y le había sobrado descuido, había hecho derroche de pereza y carecido de compromiso con su desarrollo profesional. 
   Como secretaria, se desempeñaba eficientemente, tenía todos los documentos y encomiendas en orden, se presentaba impecable tanto en su persona como en su trabajo.  Pero a ella no le satisfacía y tenía una idea fija: escribir un libro.  Sin embargo, Ana reconocía con tristeza que eso sería imposible, pues ella carecía de lo que necesita cualquier persona que escribe textos:  imaginación.

   Cierto día, mientras trabajaba en la transcripción de un oficio dirigido a una compañía concursante para la construcción de un puente, pensó que su vida debía tomar un rumbo diferente: “Un puente, eso es lo que necesito, un puente que me lleve a hacer algo distinto a lo rutinario, que me aleje de la vida actual y de este ambiente”.
   Al salir del trabajo, como siempre, abordó el transporte y, mientras recorría las calles, reflexionó sobre lo que deseaba hacer: “Me gustan las plantas, los animales, la historia, la vida social, los números; también me atraen los periódicos, la televisión, el cine… ¡Qué lío!”
   Al llegar a su casa, miró a su alrededor.  De pronto, salió de una de las habitaciones un niño pequeño, de unos cinco años, que la saludó efusivamente:
--¡Mami, qué bueno que llegaste!
--Hola, hijito.  ¿Cómo estás?  Vamos a ver qué hacemos para comer.
   Tomó la mano del menor y ambos fueron a la cocina, abrió el refrigerador y dijo:
--¿Qué se te antoja?  Mira todo lo que hay.
   Después de comer, Ana abrazó a su vástago y quedó pensando acerca de lo bien que se sentía cuando estaba junto a Jorge.  Entonces, tomó su bolso y la mano del niño, salieron de la casa y caminaron largo rato, hasta que llegaron a una construcción enorme en la que había ruido de voces.
--Buenas tardes, señorita—dijo  Ana cuando ingresó al edificio.
--Buenas tardes, ¿en qué podemos servirle?
--Quisiera trabajar aquí.  Es que…  ¿Sabe?  Creo que me gustaría ayudar con el cuidado de los niños.
--Bueno, eso está muy bien.  Tiene que llenar un formato y esperar a que le respondan.  Seguramente le darán el empleo porque es difícil  encontrar personas que amen a los niños.
   Ana sonrió con satisfacción, abrazó a su hijo y regresó a su casa.  Esa noche fue increíble, Ana se sentía renovada y Jorge, por su parte, ilusionado porque tal vez, después de alunas semanas, tendría  hermanos con quienes jugar.