lunes, 31 de octubre de 2011

NOCHE DE BRUJAS.




   Hacía muchos, muchos años que Cecilia no escuchaba hablar del día de brujas.  Su nacionalismo era total y por ello rechazaba cualquier intromisión en su mexicanidad.   Ama de casa, Cecilia mantenía el hogar cálido para su esposo, Rubén, un hombre varios años menor que ella y que había conseguido  mantener un empleo de seguridad en un bar del centro de la ciudad. 
   Esta mañana del 31 de octubre, día de brujas, según las leyendas de Salem, Cecilia despertó temprano y emprendió la rutina: salió a barrer  el lugar del frente de su departamento, después entró en la casa y puso  a calentar agua para preparar el café.  A ella le gustaba el olor de esa bebida, era como si se transportara a su pueblo natal.   Comenzó a limpiar cada rincón de su pequeñísimo hogar, entró en la recámara y miró hacia donde aún dormía Rubén, que había llegado a las 4:00a.m.
   
   Ella había logrado mantener un matrimonio con gran esfuerzo, pensaba, gracias a que era un “estuche de monerías”, pues no solamente cocinaba platillos deliciosos; también confeccionaba la ropa que vestía Rubén, lustraba sus  zapatos, bordaba sus pañuelos y tenía el “nidito”, que así llamaban  al  lugar en que habitaban, impecable. 
    Cuando dieron las 11:00 a.m., Rubén despertó.  Siempre era así, ni un minuto más de sueño, su reloj biológico estaba  tatuado en su enorme humanidad.  Platicaron, él la miraba ir de un lado a otro limpiando superficies.
--Mujer, deja ya de  fregar el piso.  Ven y siéntate aquí conmigo.  Hoy me espera un día pesado.  Como es Halloween, seguro que habrá muchos clientes en el trabajo.
--Sí, Rubén, nada más déjame poner  las cosas en su lugar—contestó Cecilia al tiempo que levantaba una cubeta con agua casi transparente, pues  a diario lavaba el piso de su vivienda.
   Ambos se sentaron en el diminuto sillón de la sala,  Cecilia bordaba y él veía la televisión.  De repente, sonó el teléfono.
--Bueno?—preguntó Cecilia.
--Con Rubén—dijo una voz joven.
--Un segundo—contestó Cecilia con desconfianza y, dirigiéndole el auricular a Rubén, añadió—toma, es para ti.

   Rubén tomó el auricular y palideció al escuchar el mensaje.  “Está bien, allí estaré.   No tardo”, y colgó.   Miró a Cecilia con tristeza y dijo: 
--Amor,  tengo que salir.  Procuraré no tardar, hay problemas, debo dinero y ya me están cobrando.
--¡Cómo!  De nuevo has apostado?
 
   Rubén no contestó, se levantó y arregló para salir.  Al despedirse, dijo a su mujer:
--Mira,  si es que se me hace tarde en esos lugares, me paso al trabajo.
--Cuánto se debe?—preguntó Cecilia con una angustia infinita.
--Mucho—contestó Rubén al tiempo que le daba un beso de despedida.

    Rubén bajó las escaleras y se encontró con las personas a las que debía una fuerte suma de dinero.  No hubo saludo, solamente  miradas  de reproche provenientes de los cobradores y de súplica por parte de Rubén.  Subieron a un coche y desaparecieron por las calles.