sábado, 5 de noviembre de 2011

UN BUEN MOMENTO PARA MORIR




   “Es el penúltimo mes del año, comienza a arreciar el frío y un año más está próximo a terminar.  Noviembre es un mes que, a decir verdad, no es de mi gusto”, pensaba año con año la anciana.  “Comienzan mis dolores, o mejor dicho, regresan para recordarme el paso del tiempo”.
   Con varios suéteres luidos, uno sobre otro,  Josefina cargaba a cuestas muchos, muchísimos años de vida y su única preocupación era la muerte.
    “Ojalá que un día ya no despierte, creo que esa es la mejor forma de morir”, solía comentar a sus hijos y nietos que al  escucharla, asentían con fastidio a su cantaleta.
   El día 2 de noviembre, Día de Muertos,  Josefina se esmeró por dejar los alimentos preparados y esperó la visita anhelada: la de Roberto, el amor de su vida que había abandonado el mundo hacía más de diez años.  
   Sobre la mesa estaba, al centro, la fotografía de un hombre de gesto amable, al frente una veladora y alrededor, varios platillos: había un par de tamales, un plato de mole,  frijoles,  cecina enchilada y  un molcajete con salsa de chile de árbol;  también había, de postre, un pedazo de flan, gelatina, chongos zamoranos y un buen jarro lleno de café.
   Con el rosario entre sus manos, fue rezando con gran fervor frente a la ofrenda, esperaba el momento en que Roberto apareciera para degustar los alimentos o, mejor aún, para que la llevara  junto a él. 
   Rezó mucho,  durante horas estuvo frente a la ofrenda, hasta que quedó dormida.   Entonces, en el sueño, apareció Roberto y ella experimentó una emoción infinita; su corazón, que latía con menos fuerza debido al  estado onírico, se aceleró, la sangre se deslizó con  mayor ímpetu en sus venas,  todo su  cuerpo se agitó y exhaló por última vez.