miércoles, 17 de enero de 2024

TORPEZA

 


 

  


Es difícil de comprender la razón por la que insistí en no aprender de las experiencias.  Se suele pensar que, después de un hecho de alto impacto, se queda un aprendizaje que nos enseña y da paso a la corrección de errores u omisiones; hay sucesos que me han pasado de los que sí aprendí, pero no de todos.

   Mi padre falleció hace 17 años.  Cuando ocurrió, no viví el hecho como un arrebato sino como un desprendimiento, un aflojar de los dedos de nuestras manos para, finalmente, dejarlo partir.  Su fallecimiento lo concebí como una buena opción para terminar con el sufrimiento y deterioro de mi papá, pues habíamos vivido junto con él su descenso orgánico que fue paulatino.  Sin embargo, una quiere que el tiempo se detenga y que los demás, hasta los desconocidos, sepan que alguien importante para una ya no está aquí. 

    Mi padre falleció el 25 de septiembre de 2006 y en diciembre del mismo año me tocó la revisión anual en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía en la que el médico nos informó a mi mamá y a mí que el meningioma frontal se había desvanecido.  Yo estaba feliz. “Al llegar a la casa”, pensé, “le voy a platicar a mi papá y también se sentirá contento”.  Tras la elaboración de aquel plan, el baldazo de agua helada, recapacité, mi  papá ya no pertenecía a este mundo.

   Con mi mamá fue diferente porque vivió 83 años y el tránsito al otro plano fue de pocos días, no sufrió tanto.  Ella siempre fue una mujer fuerte, independiente y rechazaba cualquier apoyo para el mantenimiento de su higiene personal pues era muy pudorosa.  Recuerdo que siempre fue  elegante y gustaba de los buenos perfumes.  Yo contaba las veces que oprimía el atomizador, 13 en total; el aroma se distrbuía entre sus cabellos  y sus hombros, Una ocasión me confió que le gustaba perfumarse el cabello porque cuando volteaba hacia algún lado, dejaba una estela aromática.  Cuando  dejó de trabajar, después de 47 años de labor académica, abandonó ese hábito;.  Yo la perfumaba y ella reía por las cosquillitas que le provocaba el líquido perfumado que expulsaba el atomizador.  Mi madre falleció el 25 de junio de 2019.

    Mis padres vivieron lo suficiente para obtener logros, satisfacciones personales y alcanzar el éxito en algunos aspectos de su vida, y yo cumplí amorosamente con mis obligaciones como hija.

    De mi hijo Emilio, que falleció el 30 de agosto de 2019, dos meses con cinco días después que mi madre, el dolor fue inconmensurable por lo violento de su partida.  Lo primero que sentí fue una furia tremenda, me sentía enojada con la vida, con él, con las personas que estuvieron a su alrededor y con todo aquello que le hubiera podido causar algún daño.  Después, la tristeza, el vacío, el sentirme infinitamente sola y desorientada a pesar de contar con el apoyo incondicional de algunos familiares, de todos mis amigos y de Gerardo, quien me recomendó la atención tanatológica.

   Hace seis días que mi amado Gerardo, el compañero de mi vida partió al más allá.  No pude despedirme antes de que nos dejara aquí, pero sé que lo fuimos haciendo durante los tres meses que la vida le dio la oportunidad,  cuando me visitaba semanalmente y yo me percaté del enorme esfuerzo que realizaba para desplazarse y sonreír, después del infarto cerebral. 

Doy las gracias por haberlo valorado mucho más y por tratarlo con sumo cuidado y ternura.

   ¿Qué es lo que me faltó hacer?  Me faltó rendirles un homenaje en vida, porque ahora que ya no están aquí, esto que escribo sólo es para mí.  Ellos ya no sabrán cuánto los amo, los admiro, les reconozco sus esfuerzos y logros y todo lo que me reconforta y enorgullece haber sido parte de sus vidas.