La relación de pareja que habían sostenido Pedro y Rosa ya había
madurado y creyeron que debían dar el siguiente paso, así que decidieron
casarse. Del matrimonio, nacieron dos hijos, Victoria y Gabriel.
Pocos años duró la pareja en feliz convivencia, pues el trabajo,
las carencias, el tráfico, la inseguridad, además de la poca paciencia de los
padres, llevaron a la ruina el matrimonio.
Rosa era enfermera y las jornadas de trabajo la agotaban pues,
además de inyectar, bañar, dar el medicamento, tomar la temperatura y dar apoyo
moral a los pacientes del Hospital, debía llegar a casa y cumplir con las
obligaciones de madre y esposa: cambiar pañales, dar biberones, llevar al
médico, lavar la ropa, limpiar la casa, etc. Se sentía fastidiada,
incluso hasta de los paseos dominicales...
Por su parte, Pedro trabajaba en un laboratorio dental, se sentía
agobiado por las presiones de los jefes para cubrir con la cuota de placas y
dientes sueltos que debía hacer, llegaba a su casa y debía escuchar a su esposa
que le comunicaba los pendientes referentes al hogar y la familia, los días
en que deseaba quedarse a descansar y ver un poco de televisión, debía
dedicarlos a la familia.
Para ambos, esa vida era ya un infierno del que deseaban escapar,
primero, hablando cada vez más acaloradamente y después, llegando a las
agresiones físicas. Victoria había entrado ya en la primaria, era una
niña delicada, su alegría se estaba desplazando por la incertidumbre, pues no
sabía en qué momento sus padres iban a romper en agresiones.
La situación familiar se resquebrajó a tal punto que los
padres se divorciaron, fue una situación tortuosa para la niña porque dejó de
asistir a la escuela debido a que los padres disputaban su custodia. Finalmente,
la responsabilidad de la educación, alimentación, habitación y formación quedó
a cargo de Pedro.
Así vivieron algunos meses, el papá y los dos hijos
pequeños. Pedro se sentía cada vez más presionado, pues debía hacer el
trabajo de Rosa en la casa, además del que desempeñaba en el Laboratorio
dental.
Finalmente, Carmen, la hermana de Pedro, se ofreció para dar
cobijo a los niños, llevarlos a su casa e incorporarlos en la familia que ella
tenía. A Victoria, que había sido reprobada del 1o. grado por sus
inasistencias, la inscribió de nueva cuenta en otro Plantel, pero además le
daba otras actividades: regularización, consultas con psicólogo y con
paidopsiquiatra para contrarrestar la afectación emocional que le produjo
el divorcio de sus padres y para procurar que la niña aprendiera mejor.
El día 9 de noviembre, Victoria fue a la consulta con la
paidopsiquiatra, una mujer joven y seria, que la atendió desde su escritorio y
le pidió que hiciera unos dibujos y le platicara acerca de su vida y de lo que
desearía tener, además de otras cosas.
Tal vez por la bata blanca que uniforma a los médicos, Victoria le
encontró parecido con la doctora que la inyectó cuando estuvo enferma, entonces
la niña no colaboró durante la consulta, no contestó a ningún cuestionamiento y
se limitó a realizar lo que se le solicitaba que hiciera. La
paidopsiquiatra intentó un tono dulce y cariñoso, pero no surtió efecto, la
menor se rehusaba a contestar.
Así que la paidopsiquiatra, después de una sesión en la que
intentó inútilmente establecer contacto con Victoria, emitió un diagnóstico: SÍNDROME
DE ASPERGER y le recetó Tradea, mediamente recomendado para el Trastorno por
Déficit de Atención o para Trastornos del Sueño...
¿Cómo es posible que suceda esto con los profesionales que
atienden a los niños quienes, supuestamente, se dice que son el futuro de la
nación? Con ese tipo de personal que emite diagnósticos y receta indiscriminadamente
medicamentos a los menores no se puede llegar muy lejos.