Adriana se sentía muy feliz, había conseguido todo lo que se había
propuesto y aún lo que no. La verdad era que, a pesar de sentirse joven
aún, tenía la oportunidad de cargar y querer a su nietecito.
Cuando nació su hijo, el padre del bebé, Adriana era demasiado joven
y no tenía aún la serenidad que debe revestir la maternidad, por lo que pudo
disfrutar y gozar a su hijo como si fuera, al igual que él una
niña: jugaban futbol, luchas, corrían, andaban en bicicleta, etc. A pesar
de que ella ya había adquirido la debilidad visual. Así, pensaba, su hijo
se sentiría menos triste de su situación y podría sentirse completo por tener
una mamá que estuviese con él incluso, a la hora de los juegos.
Pasaron los años y cuando se enteró de que iba a ser abuela, le dio gusto, una alegría con temor por lo que pudiese ocurrir durante el embarazo. Afortunadamente todo salió bien y ahora el pequeño Santiago, de siete meses de edad, es todo un muñeco.
Por esa razón, Adriana se sentía muy feliz, se decía que era afortunada pues tenía la oportunidad de disfrutar la compañía se su familia que abarca cuatro generaciones.
Recordaba y sonreía al evocar la sensación de cargar y besar al bebé, de observar sus gestos, de arrullarlo para dormirlo, de darle el biberón...
Hacía dos semanas, su hijo y su nuera lo dejaron encargado con las abuelas; Santi se sintió abandonado por sus padres, suponía, porque estuvo llorando hasta que llegó a la resignación: dejó de llorar y tomó su biberón pero llegaron sus padres, entonces el bebé sonrió, se entusiasmó, rió y lloró cuando observó que sus papás se alejaban de él sin salir de la casa.
No cabía duda, la vida le había dado a Adriana todo cuanto puede aspirar tener una persona.
