Su madre acudió a la escuela, se
presentó con una expresión de angustia, pues el niño no hará la Primera
Comunión porque la catequista lo reprobó: no ha aprendido lo necesario para
comulgar, para comer la hostia.
A Benjamín no le preocupa, él es
un niño disperso, desatento, simpático y valiente. No ha pensado en la necesidad de ser religioso,
de tener un soporte moral cuando le lleguen los problemas a los que tendrá que
enfrentarse, forzosamente, cuando crezca.
El viernes pasado, la maestra lo vio
entrar a la dirección, el niño entró patinando sobre el piso resbaloso.
--Hola, Benjamín. ¿Cómo estás?
--Bien, gracias—contestó el niño mientras ejecutaba un giro.
--¿Te gusta patinar sobre el suelo?
--Sí, es como el piso de mi casa.
--¿Ya estás listo para hacer la Primera Comunión?
El menor se detuvo, sonrió y dijo
tímidamente:
--Más o menos. Es que no me he
aprendido todas las oraciones.
--Bueno, pero ya sabes algunas, ¿no?
De nuevo, respondió con timidez:
--Sí.
La maestra se sintió contenta
puesto que a los sujetos que como Benjamín, serán adultos en el futuro vivirán situaciones difíciles,
es necesario que tengan un asidero, es decir, algo en lo que puedan apoyarse,
aunque no sea en la ciencia.