Para Paula todo
era común, creía que ya había visto todo, que las experiencias que había
acumulado a lo largo de su vida eran suficientes como para definirla y que ya
no tenía otra cosa más qué hacer.
Hacía tiempo, no
llevaba la cuenta, había enfermado, un padecimiento renal le obligaba a hacerse
diálisis cada tercer día, estaba fastidiada y su cuerpo debilitado, tal como su
espíritu.
Cuando fue
llevada por primera vez al hospital, según le había dicho su madre, era muñí
pequeña y casi no podía sostenerse, estaba pálida y lloraba mucho; ella lo
había olvidado, es que había llorado ya tantas veces que no sabía cuál había
sido la primera.
--Eres la próxima en la lista
para el trasplante--le informó una enfermera del hospital.
Paulina estaba
aburrida, adolorida, se sentía agredida cada vez que entraba a la máquina que
limpiaba su sangre. Por lo anterior, estaba decidida: no se haría el trasplante.
La familia de
Paula solicitó la intervención de profesionales y amigos para tratar de
convencer a la joven mujer que, a pesar de su apariencia infantil, se veía
agotada como una anciana.
Así
transcurrieron algunos meses y la familia de Paula vivía en la zozobra.
Pero sucedió algo inesperado, Jovita, hermana de Paula, dio a luz un bebé
y fue a vivir en la casa paterna.
Este hecho constituyó
una motivación para la enferma, el niño proveyó a Paula del valor, el interés,
el ánimo y el arrojo necesario para aceptar la operación.
--Cuando crezca un poco más,
querrá jugar conmigo y no puedo estar enferma.