lunes, 18 de febrero de 2013

La noche terminó y comenzó el siguiente día.



    Comenzaba el mes de diciembre, el aire era frío y el ánimo renovado que inicia cada último mes del año se podía respirar.  Sin embargo, para Pamela, que llevaba a cuestas quince  kilos de más y ocho meses de embarazo, la hacían   temer que el producto  fuese a ser  un limitante para las fiestas decembrinas.  “Creo que no llegaré a las posadas, los pies me están matando”, pensaba mientras limpiaba el reducido cuarto que habitaba junto a su esposo y a Jennifer, de dos años  y primogénita de la joven pareja.  


Tomado de http://proyectario.blogspot.mx

   Al sacudir  el ropero empolvado, el dolor de los brazos se incrementaba, “Algún día tendré dinero para ir a que me curen los brazos,  estos tatuajes estuvieron mal hechos, creo que me lastimaron por dentro, nunca pensé que los brazos  me dolerían con el frío”, pensaba  al tiempo que movía con mayor rudeza las manos a fin de provocar que se calentaran.
   Llegó la primera posada, Pamela y Jorge asistieron a la que se organizó en la misma calle donde vivían.  Ahí, en la calle, recorrieron casas con una vela en la mano, cantando en la procesión para pedir posada.  Cada paso que daba se encaminaba al término de su embarazo, que estaba  calculado para fines de mes.  Ella se olvidó de sus pies hinchados, de su exceso de peso, de su cansancio  y del dolor de los brazos, estaba entusiasmada porque, después de los cánticos, vino la fiesta.  Bailó con pesadez pero con mucho ánimo,  movía  sus caderas al  ritmo de la salsa, dio giros con la música moderna y, por último, tomó un rico ponche preparado por doña Petra, la anfitriona.
--¡Qué ritmo tienes, Pamela!  Viéndote bailar, nadie pensaría que tienes tan avanzado el embarazo.
--Gracias,  Petrita.  Es que la música  la llevo por dentro, como dicen—contestó con felicidad.
--¿Y ya tienen  todo preparado?
--Sí.  A fin de mes nacerá.
   La noche terminó, y comenzó el siguiente día.   Jorge,  aún ebrio, dijo a su mujer:
   
--Vámonos a la casa, gorda. 
   Ella asintió, se despidió de todos y se encaminaron a su domicilio. 
   Al entrar a su cuarto, él la tomó entre sus brazos y la besó como hacía ocho meses  no lo había hecho. Y la hizo suya.
   A mediodía del 17 de diciembre, Pamela estaba  preparada, tenía una maletita con su ropa, una camisetita , un pañal, una chambrita y una  pequeña manta para cubrir al que llegaría.   Ya era hora.
--¡Jorge!  ¿Ya es hora de ir  el sanatorio!  No aguanto el dolor—gritó con desesperación.
--¿Cómo dices?  Déjame vestir y te llevo—respondió el hombre al tiempo que se incorporaba del pesado sueño, producto de la noche anterior.
   Ambos abordaron un taxi  rumbo a la clínica.  Después de cuatro horas de espera, al fin  Jorge tuvo noticias:  había sido un niño.
   Los padres estaban felices, ya tenían una pareja, al niño lo llamarían Jorge, para seguir la tradición de la familia…
   Dos navidades más tarde, la de 2006, Pamela estaba nuevamente embarazada, la  diferencia era que aún no subía tanto de peso, pues apenas llevaba  cuatro meses de embarazo, así que pudo asistir a todas las posadas,  festejar la Navidad y recibir al Año Nuevo con total tranquilidad y mucho baile. 
   En  mayo de 2007 nació la tercera hija, una niña morena,  de ojos grandes y demasiado cabello, a ella la llamaron Jimena.
   Pasaron los años, Jennifer, Jorge y Jimena  fueron creciendo  en medio de carencias y promiscuidad, pues sus padres no  lograron salir del cuarto  de la casa de su abuela.  Ellos observaban con  ojos diáfanos cómo sus compañeros de escuela tenían juguetes, dulces, comida, diversiones que ellos no.  Pero callaban.
   Sus padres, jóvenes aún,  pero con una frustración  añosa, peleaban cada vez más.   Una de las cosas que más lamentaba Pamela era el dolor en los brazos, no había logrado conseguir el dinero necesario para borrar los tatuajes , cada vez que hacía frío, recordaba el tiempo en que tuvo la idea  de pintar su cuerpo.  De eso habían pasado ya 17 años., seis  más del primer parto.  “No debí  aceptar estar con Jorge, es un fracasado”, se decía una y otra vez, mientras la ira, se apoderaba de ella.  “A ver, vivimos aquí, con mi suegra que es una  vieja grosera, y luego, estos tres chamacos, hay que llevarlos a la escuela y no tenemos dinero”, y arremetía contra todo lo que se  le pusiera enfrente. 
Pamela, como la mayoría de las madres, adoraba a sus tres hijos, era algo incomprensible para ella, no podía explicar la razón por la que los tres eran parte sustancial de su vida.  Procuraba hacer rendir el dinero que Jorge padre llevaba a casa cada quincena, cuando era el día de pago en el bar donde trabajaba. 
   Cuando los hijos estaban en la escuela, Jorge iba al trabajo y ella se quedaba sola en la habitación  que ocupaban, se sentía muy  triste porque se daba cuenta que la vida que le había tocado vivir o que ella había elegido, eso no importaba, no era la que hubiera deseado. 
   Una tarde en que los  niños hacían la tarea,  Pamela enfureció:
--¡Jimena, estas son las vocales!  ¿Por qué no puedes aprender?  ¡Verás que con unos buenos, aprendes!
--¡No, mami!—chilló Jennifer.—No le hagas así para que aprenda.  Es muy doloroso..
   Pamela se detuvo, recordó cómo fue el trato en su casa y el dolor profundo que le imprimieron los golpes,, que quedaron tatuados en su alma y le dolían como los de sus brazos, pero en todo momento. 
--Está bien, pero entonces los cambiaré de escuela.  Buscaré una que quede cerca de tu secundaria, para no tener qué gastar más.
--Sí, mamá—contestó la primogénita  que se había transformado en heroína por salvar a Jimena de una buena tunda.
   Pamela se dio a la tarea de buscar escuela; habían pasado ya varios meses del inicio del ciclo escolar, pero ella sabía que los cambios se pueden brindar en cualquier momento.  Consiguió  los lugares, ya era un hecho.
   El primer día que Jorge y Jimena asistieron a la nueva escuela,  se levantaron de madrugada, pues tenían que abordar el transporte subterráneo que, a esa hora, es lento y muy saturado.  Llegaron a la estación 90 minutos antes de la hora de entrada escolar,  es decir, a las 6:20 a.m.  Dejaron pasar varios vagones, pues el acceso a ellos era imposible.   Habían esperado media hora, los niños estaban fastidiados y somnolientos, Pamela se había  desesperado  por la espera, Jorge y Jimena se sentían cansados  de cargar el peso de las mochilas que llevaban  en la espalda, cuando, a empellones, ingresaron al tercer tren que pasó.  Todos apretados, Jorge quedó justo debajo de la axila pestilente de un hombre,  sintió náuseas.  Jimena estaba   al lado de su mamá,  pero llevaba la bolsa de  una joven en la cara, apretándola  e impidiéndole mover la cabeza.  Así pasaron una,  dos, tres, cuatro estaciones y bajaron.  ¡Por fin,  se liberaron de las restricciones !
   Llegaron al Plantel, era una primaria  vieja, la construcción era de dos pisos, como las escuelas antiguas.  Ahí estaba un hombre serio, de traje, limpio y muy solemne.  Era el director  y les dio la bienvenida.
--Jorge estará en el grupo 3º.”A” y Jimena en el 2º.”B”.  Las profesoras ya saben que los niños entran hoy  y espero que tengan un buen día.  Ojalá se adapten rápido,  pues llevamos más  de medio ciclo escolar.
--Sí, maestro.  Gracias—respondió Pamela .
   Los niños, temerosos y fatigados, entraron a sus respectivas aulas.  Ambos  cargaban, además de lo pesado de sus mochilas,  sus años de carencias y amenazas, golpes y gritos  
   Han transcurrido tres semanas desde que Jorge y Jimena fueron cambiados de escuela,  lloran todo el tiempo que están en ella y las maestras no saben qué hacer.  “Solamente están tranquilos cuando es recreo , cuando están en Educación Física o cuando no les ponemos trabajo.”, dicen cada  una.  “Yo creo que no les gusta estudiar ni esforzarse”, “Su mamá no los atiende como lo requieren”. “No sé qué le pasa, no quiere trabajar”, son algunos de los comentarios, mientras los niños son conocidos por todos los alumnos de la escuela por llorar incansablemente.
   Hoy, temprano, se escuchó un llanto  aún más sonoro: era Jorge que se rehusaba a entrar a su salón y, frente a él, Pamela golpeaba su rostro.
--¡Métete!  ¡Obedece!—gritaba una y otra vez.

   Una de las trabajadoras manuales, la más joven, corrió a la dirección y comentó con voz entrecortada:
--Maestro, una señora está golpeando a su hijo.
   El director,  conocido y apreciado en el rumbo por estar ya varios años al frente de la escuela, se incorporó alarmado. 
--¿Cómo está el niño?—preguntó mientras se dirigía al lugar en el que vio a la mujer, enfurecida, golpear la cara del niño que suplicaba que no se fuera.
--Señora, váyase ya.  Es hora de trabajar en la escuela y Jorge debe estar en su salón. 
   Ella no dijo palabra alguna, dio la vuelta y salió del Plantel.  El director abrazó al menor y preguntó:
--¿Por qué te pegó tu mamá?
--Mi mamá no me pega.

   Javier, director de la primaria, quedó pensativo, “¡Cuánto debe querer este niño a su madre!, o tal vez, le tenga miedo”, después le preguntó:
--¿Qué desayunaste hoy?
--Leche y pan—contestó Jorge, aun gimoteando.
--¿Trajiste algo para la hora de recreo?
--Si, dos sándwiches—contestó el niño mientras sacaba un recipiente de plástico en el que estaban acomodados los alimentos.
--Pues no cabe duda de que tu mamá te quiere.  Pero dime, ¿te pega  mucho?
--Ya no.
   Javier volvió a quedar pensativo.  “Lo que pasa es que la señora está frustrada, pues quiere a sus hijos, lo demuestra con el cuidado que pone hacia ellos; es un problema  social,  la falta de alternativas para resolver conflictos.  Pero no es sencillo.”
   Llevó al niño a su salón, lo presentó de nuevo ante sus compañeros y pidió que lo apoyaran para que se sintiera parte del grupo y regresó a sus labores directivas sin olvidar que en su escuela hay muchos niños que sufren y que, desgraciadamente, no puede hacer más que procurar darles un buen rato de aprendizaje.