sábado, 23 de febrero de 2013

LOS MAREADOS

 Paula se sentía cansada, estaba agobiada por la realidad circundante: pobreza e incultura, hambre y violencia, ese era el ambiente cotidiano de los alumnos a los que atendía.    .  Paula siempre, procuraba mantener en la mente a todos para que, cuando se acercaran a ella, saber de qué se trata el problema o la circunstancia en la que se encontraban los alumnos, las familias o los grupos.
   Aunado a lo fuerte y apasionante de su labor, había sido impuesta otra;  la documentación que se disfraza de un “trabajo intelectual”, tal y como lo calificaba el supervisor, y ella pensaba “nos quiere marear,  intenta  convencernos, pretende que nos sintamos intelectuales, jajá”.
   Un día, al llegar a su casa, Paula se encontró con que su madre había enfermado, una diabetes cuidada rigurosamente había sido pasada por alto.  Ella tenía semanas observando a su madre decir que no quería comer,  habían intentado nuevos y apetecibles guisos, pero nada. 
   Al entrar en la casa, Paula corrió a la habitación y encontró a su mamá tendida ella cama, semi-inconsciente, que no quería comer, ni beber agua, ni hablar…  Ella se asustó al punto que llamó al doctor y a su hijo, necesitaba apoyo para resolver el problema pues  estaba indefensa, tal y como su madre.
   La situación fue que, con el susto, la preocupación, la ocupación en el hospital, olvidó llamar a su jefa y también le impidió recordar que al día siguiente recibirían la visita de la directora y  el conjunto de sus asesores para revisar la documentación…
   Consecuencia lógica de una tarde y noche tan accidentada, Paula no fue al trabajo.  Solamente se le ocurrió comunicarse con su compañera y amiga:
--Buenos días, Anel.  No iré a trabajar, mi mamá está enferma. 
--Está bien, no te preocupes.  Yo avisaré a la directora.
--Gracias, Anel.

   Rápida,  concisa, así debían ser todas las llamadas; pero Paula no seguía ese estilo, a ella le gustaba platicar.  Se sintió extraña, más extraña aún porque el temor de algo fatal fuera a invadir su casa y su corazón.
   Paula se consideraba buena en lo suyo, conocía técnicas y además, le encantaba leer y escribir, sentía que era su vocación y la explotaba en la oscuridad de su anonimato. 
   Cuando llegó su hijo, se sintió reconfortada.  Ambos, los dos, serían los responsables de acompañar, cuidar, vigilar, procurar y atender a Adriana, la madre y abuela que los había protegido, apoyado, acompañado, cuidado y procurado durante tantos años…
    Paula, que se vanagloriaba por su bien hablar, por la utilización correcta de las palabras, por su capacidad de escucha paciente y por sus dotes de escritora, recibió una llamada durante la noche, cuando ya estaban con su mamá en la casa, era Anel.
--Paula, llegaron a revisarnos y la directora se enojó porque no le hablaste a ella!  Además, dijeron que no  hemos trabajado porque no estaba la documentación.  Les dije que la tienes tú en tu computadora, pero no escucharon.
--No te preocupes, Anel.  Mañana llevaré mi lap y demostraremos que sí se ha hecho el documento.  Además,  ¡claro que hemos trabajado!  Los niños y las madres no son papeles!
   Así se prolongó la charla, Anel estaba preocupada y molesta, Paula la tranquilizaba. 
   Llegó la noche, Paula sentía que estaba tranquila, pero su personalidad obsesiva no le permitió descansar; daba vueltas sobre la cama, se paró a beber agua, intentó convencerse que debía dormir,  se proponía poner la mente en blanco, quitar imágenes y palabras  para, al día siguiente,  presentar el trabajo.  “Voy a llegar tranquila, no diré cosa alguna de lo ocurrido”, “No suplicaré  que me concedan el día al que tengo derecho, si me dan mi falta injustificada, lo aceptaré porque no tengo  que agradecer nada”, “No quiero que me vean con lástima ni que se erijan como bondadosos después de una humillación de mi parte”, “No me importa un descuento, mi mamá está primero que todo”, “Ojalá que la directora no se ponga impertinente”, “No haré el papelón de llorar frente a todos, eso es indigno”,  esos y otros pensamientos más  la acosaban una y otra vez. 
   Mientras la incomodidad generada  por esas ideas se apoderaba de ella, la noche y la madrugada se sucedieron, un silencio casi total  envolvía el ambiente y ella escuchaba el dormir  profundo de su madre: “Lo bueno es que ella está mejor, mañana le mediré  la glucosa, como lo recomendó el médico”, pensó un par de veces, “Debo dormir”.  Sonó el despertador y Paula, insomne, se levantó e hizo la rutina acostumbrada.  Cuando estuvo lista, despertó a Adriana y dijo:
--¡Buenos días!  ¿Cómo te sientes?  Voy a checar tu glucosa, pero no vi cómo la midió Esteban.  Espero que podamos hacerlo,
   Pinchó una, dos veces el dedo de la enferma, pero en ninguna de las dos ocasiones pudo colocar la muestra en el aparato.
--¡Qué tonta soy!  Entonces, mediré tu presión.
   Acto seguido,  envolvió el brazo izquierdo de su madre  con el pedazo de tela inflable, lo ajustó  y  encendió  aquél instrumento que, de manera automática, checa la presión arterial.  En eso estaban, cuando escuchó el timbre: 
--Vienen por mí. 
--Si, ya ve, yo anoto la medida.
--Bueno, entonces nos veremos dentro de un rato.
   Paula salió,  se sentía cansada y frustrada, pues no había sido capaz de dar a Adriana los cuidados que le correspondían.
--¡Hola!  ¿Cómo estás?—saludó a Fernanda, la amiga y compañera de trabajo desde hacía ya algunos años.
--Bien.  Vamos a otro día de aburrimiento, ¿verdad?
--Sí.  Espero que no me vayan a decir cosas desagradables porque hoy no me siento con paciencia.
   En el trayecto, fueron conversando acerca de lo agobiante que resulta la elaboración del documento que, según la institución, debe ser lo más importante en el trabajo, y no la atención a los niños y a los padres de familia.
   Cuando descendieron del auto, Paula  respiró hondo, como  si quisiera aspirar  una gran carga de tranquilidad y buenas intenciones para el día.  Ingresaron al Plantel, saludaron a los profesores que encontraron en su camino y entraron a la dirección de la Unidad a la que pertenecen.
--¡Buenos días¡--saludaron al unísono a  las compañeras que habían llegado unos momentos antes.
--Buenos días!—respondieron las compañeras.

Tomada de http://ortizfeliciano.blogspot.mx

   Fernanda y Paula se acercaron a la mesa, colocaron sus  respectivas  bolsas en la silla y se aproximaron a dar el beso de saludo a las demás.  Paula tenía gran aprecio por cada una de ellas, con todas había vivido experiencias gratas que le hacían valorar diferentes cualidades individuales, por ejemplo, con una había  iniciado su trabajo como compañera de escuela, con otra había compartido los últimos momentos de su padre, con la psicóloga había trabajado en un taller de padres que fue muy provechoso y admiraba su control emocional, también estaba la compañera con quien bromeaba, con una más había tenido la oportunidad de disfrutar los viernes de reunión sana en la que no había más bebidas que café y leche, con Fernanda compartía una debilidad: fumar, además de otras confidencias, con Anel había trabajado antes y habían confrontado las decisiones institucionales como una sola…  Otra de ellas, que era la más joven de todo el personal, que fue su directora ejemplar durante un par de ciclos escolares y cuyo nombre es Betty, dijo sentirse de mal humor, lo adjudicó a la carga de trabajo administrativo (técnico) y agregó que tal vez sería bueno que los rumores se hicieran realidad, que educación especial fuese absorbida por educación básica regular.  Paulina escuchó con atención, admiraba profundamente a las amigas que lograban contenerse y expresar sus molestias de manera clara, sin alterarse. “Ojalá yo pudiera responder como ellas”, se dijo... 
--Tengo que llevar el trabajo a la casa, como si no tuviera responsabilidades familiares, sociales, personales ajenas a esto.
--Lo mismo me pasa a mí—respondió empáticamente Paula.

   La directora no había llegado aún, lo que les  permitió sentirse relajadas.  Llegó Anel, la compañera de Paula. 
--Anel, aquí traigo la lap.  En cuanto llegue la directora, le mostraré el trabajo.
--¡Qué bueno, Paula!  Pero recuerda, no hay que decir nada.   Si  le decimos  lo que nos molesta, debe ser en corto, sin evidenciar.
--Sí—concluyó Paula.
   Fueron llegando las que faltaban, las “especialistas” que laboran en diferentes escuelas y que, curiosamente, tienen los mismos problemas qué atender.
   Llegó también el asesor, un hombre joven que fue compañero de Unidad, que desde que cambió    de puesto, se vistió de una solemnidad inaudita.   Luego, la directora.  Dio inicio la reunión.
  Se dio inicio al “arduo” trabajo  de la unidad en un jueves cualquiera, pero para Paula no era así: tenía a su mamá en casa y la necesidad de regresar a su casa.   En un punto de la agenda, cuando se tocaron los llamados “Asuntos generales”, Anel  hizo un reclamo:
--Tú llegaste enojada, no me escuchaste y criticaste nuestro desempeño.
--Es que no es pretexto el hecho de que Paula te haya avisado a ti solamente, además el trabajo debería estar en la escuela.
   Paula,  que se caracteriza por un temperamento irascible pero controlado, pensó:  “?Cómo se atreve a decir que no hay trabajo sin haber recorrido los salones?  ¿Cómo si nunca nos ha visitado más que para llevar algún papel o recoger una copia fotostática?”.  Intentó  calmarse, pero le fue imposible y estalló:
--¿Cómo que no es justificación?  Anel no tiene por qué conocer lo que ocurrió con los alumnos que se fueron el ciclo pasado porque ni siquiera los conoció, además, si no te hablé fue porque cuando una tiene a su mamá enferma, no tiene cabeza.  Y de una vez voy a decir todo lo que me molesta.  En primer lugar,  la cultura de la amenaza, eso de que se debe  hacer algo porque si no tales son las consecuencias;  otra cosa es que nos  descalificas y no calificas el trabajo.  Además, si dices que debí avisarte con anticipación de la falta, es como si supusieras que yo puedo programar la enfermedad de mi madre para el día en que vas a ir a revisarnos.  Y, en el último de los casos, si falté, ¡fue mi pedo!
   Al decir lo último, Paula se dio cuenta que había hablado sin pensar,  dijo todo lo que le molestaba e incluso, utilizó un vocablo que evitaba por lo grotesco.  Todas las compañeras la habían escuchado, estaban sorprendidas y el silencio cubrió  la habitación prefabricada.   Luego, se retomó la junta, Paula estaba aún muy enojada ya directora, también  irritada, indicó a la maestra que llevaba la relatoría:
--“Senta” en el acta que Paula se moderará de comentarios irónicos  porque falta al respeto al Consejo Técnico.
   Al escuchar la instrucción, Paula pensó:  “Ja, no es senta.  Pero no diré nada”
   No abrió la boca el resto de la reunión, esperaba con ansia el momento de la conclusión para llegar a casa y ver a su madre.  
   Al fin, la chicharra, era la hora de salir.  Antes de retirarse de aquel lugar  repudiado por ella, Paula solicitó la atención del Consejo Técnico y dijo:
--Estoy apenada, no quise faltarles al respeto a ustedes.  Les prometo que no vuelvo a hablar en las juntas.
   Sus compañeras la animaron:
--No digas eso, Paula.  Tú sabes mucho.

   Salió y Betty,, su amiga  con el enfado  controlado, la llamó:
--¡Paula!   Ya sabes que vivimos cerca, si necesitas algún apoyo  ahora que tu mamá enfermó o para cualquier otra cosa, no lo dudes: cuentas conmigo y con mi esposo.  No importa la hora.

   Paula se enterneció, agradeció profundamente a su amiga las palabras que le aseguraban que tenía la comprensión  y el apoyo moral que, por supuesto, no recibió de la directora.
   Ahora, unos días después del suceso, Paula confirma la idea que ha tenido de hace tiempo: “Hay quienes se suben a un ladrillo y se marean”